En el rumbo del buque Aquarius se dibuja la miseria y la grandeza de Europa. Un barco con más de 600 desesperados con la mirada clavada en Europa. Atrás dejan vidas que ni podemos imaginar. Tan insoportables que les empujan a poner en riesgo su existencia.

Un barco con menores a los que ampara la Convención sobre los Derechos del Niño. El ministro del Interior italiano, el ultra Matteo Salvini, se estrena en su cargo negándoles el desembarco. «Cerramos puertos», escribe bravucón en Twitter. Nápoles, Palermo y otras ciudades italianas se revuelven y ofrecen sus puertos.

Al fin, Pedro Sánchez también se estrena en el terreno internacional y da instrucciones para acoger a los refugiados: «Es nuestra obligación ayudar a evitar una catástrofe humanitaria».

La postura del Gobierno de Sánchez nos reconcilia con los valores fundacionales de Europa. Pero Salvini ha echado un pulso a las leyes internacionales y ha logrado una victoria para el egoísmo.

Los refugiados no dejarán de venir hasta que en sus países de origen no haya unas mínimas condiciones de vida. Acogerlos es responsabilidad de Europa. No solo por su supervivencia, también por la nuestra.

Negarles la entrada es renunciar a los principios de la comunidad europea, dejar de ser quienes somos. Pero no trazar un plan ordenado de acogida supone alimentar a la ultraderecha. Otro modo de sucumbir.

* Escritora