El cronista experimentó ayer una gran alegría. El acontecimiento que la provocó excusará probablemente ante el lector confidencia tan nimiamente personal. Los alumnos de uno de los últimos cursos de una Facultad de Medicina --provinciana de asentamiento geográfico, cosmopolita y hasta casi universal por su merecida celebridad en varias ramas del oficio hipocrático-- tributaron una encendida ovación al término de la lección de despedida --por fortuna, aún no de jubilación--- de un profesor muy apreciado por el articulista en las varias facetas de su rica personalidad.

Dicho curso --en que están matriculadas la flor y nata de los discentes más "contestatarios" del centro (dentro de la "contestación" que hodierno es posible detectar y constatar en un establecimiento galénico consagrado a la docencia)-- expresó con tal ovación su gratitud a un profesor de extensos saberes profesionales y humanísticos que, por contera, les había hablado en su clase final de las cualidades necesarias para el cometido de una de las tareas más cruciales en la organización social de todos los tiempos como es la de la Medicina, de inmensa, inmediata e insustituible incidencia en todos sus miembros.

Como él había oído de sus grandes maestros en las Facultades gaditana e hispalense, en días en que, por ventura, la hominización de las sociedades superaba con creces a su cosificación actual, el protagonista de estas líneas los puso en guardia frente a los peligros y trampas de una tecnificación a ultranza del ministerio hipocrático, insistiendo en la reprobación o, al menos, ahincada reserva ante el burocratismo destructor de la relación médico-enfermo, sobre la que tan bellas cosas escribiera, ha tiempo, el postrer de los humanistas españoles contemporáneos, precisamente, el doctor don Pedro Laín Entralgo (1908-2001).

El vocablo mágico para galvanizar el ánimo de sus oyentes --unos ciento cincuenta--- fue, según fácilmente cabe suponer, el verbo servir. Palabra hoy, como también es muy sabido, peraltada y otra vez enaltecida en el vocabulario del flamante pontífice romano, el Papa Francisco, que nunca debiera amarillearse o languidecer en el léxico de los trabajos y profesiones que tienen como eje magnético la dedicación exclusiva a los demás.

De la abundancia del corazón, bíblicamente, habla la boca, y el amigo del cronista desplegó ante su acezante auditorio argumentos y recuerdos que sostenían sobre firmes pilares la razón de ser última tanto de la vocación como de la materialización del noble e insustituible oficio de Galeno. Su recepción y acogida del lado de su auditorio evidenciaron, conforme ya se dijera, la inmarcesible validez y atracción de los valores que nutren de sentido la vida y afianzan la convivencia de hombres y mujeres sobre ejes graníticos.

Proscrito, intermitentemente desalentado, ulcerado por las híspidas, totorrosistas discusiones del presente en punto a la cualidad y calidad de la red sanitaria nacional, nuestro héroe --en más de un aspecto, así justamente cabría definirlo-- entrojó el día indicado alimento suficiente para la última jornada --ya próxima--- de su actividad académica. Con ser, por supuesto, importante dicha efemérides en su calendario biográfico e íntimo, lo es desde luego mucho más en el destino colectivo de la institución universitaria, en su dimensión de mayor repercusión y eco sociales. Su futuro, como el de todas las labores y afanes de la España de nuestra época, se encuentra repleto de incógnitas aprehensivas si no inquietantes y aún angustiosas. Mas con jóvenes y maestros así, la esperanza habrá de permanecer alta.

* Catedrático