A comienzos de junio arrancó en la RTVA un programa de talentos musicales infantiles en el que, como novedad, los encargados de acreditar el pase a los jóvenes postulantes son un grupo de otros cincuenta niños de edades variadas, en torno a los 10 años de media. Que Andalucía rebosa arte por los cuatro costados es más que conocido. Vaya, pues, por delante, mi admiración y mi respeto incondicionales por aquéllos, con independencia de su virtuosismo y de que pueda o no estar de acuerdo con exponer a las criaturas a semejante tensión pública, impropia de sus pocos años. En cualquier caso, lo que me dejó de verdad atónito la noche que lo vi fue otra cosa: mediado el concurso apareció en escena un adolescente de flequillo trabajosamente cardado, esbelto él y más o menos resultón, que apenas pisó el escenario, entre gritos de ¡guapo...!, consiguió del tirón el visado directo a la siguiente fase a pesar de desafinar con afán encomiable y moverse como un poste. Le siguió otro quinceañero que sin ser Pavarotti cantaba muchísimo mejor, pero no llevaba tupé y lucía unos kilos de más, lo que derivó en su expulsión fulminante por falta de apoyo entre los otros niños. De pronto, el programa se convirtió en un escaparate sobredimensionado de la fatuidad, la estupidez y la inmoralidad que aquejan a nuestra sociedad, gobernada hasta extremos alarmantes por las apariencias, que se imponen por sistema a las capacidades y al mérito (¿se han fijado que en estos últimos tiempos los líderes políticos son siempre guapos?; ¿serán, por caso, más listos, capaces y honrados que los feos...?). Observar ya latentes en críos tan pequeños prejuicios y defectos propios de sus mayores, en un reflejo especular de lo que vemos a diario en todos los ámbitos de la vida, me hizo dudar del futuro, ratificarme en que es más fácil gobernar a una ciudadanía hueca y descerebrada, prisionera de los valores estéticos, el consumismo atroz y la pasión por el fútbol, que a otra bien formada, educada y con criterio, capaz de cuestionar las decisiones de quienes ponen el Estado a su servicio y por consiguiente altamente molesta. Aterrador, sin duda.

Nuestra sociedad está enferma; de un mal que cursa quizás con lentitud, pero que podría ser letal, como lo fue en otros momentos de la historia que terminaron en un cambio traumático de ciclo. Cuándo y cómo se vaya a producir es difícil predecirlo, si bien, Brexit incluido, todo parece apuntar a ello. Y Córdoba no queda al margen. Poco a poco la estamos convirtiendo en una ciudad ajena a sí misma, prisionera de las apariencias, víctima de la bulla, del montaje y desmontaje permanente de escenarios, de la suciedad, del incivismo, de la juerga desaforada, del alcohol. El turismo de masas ha desvirtuado ya algunas de nuestras fiestas más emblemáticas, como Cruces, patios, incluso la feria, al tiempo que bascula peligrosamente hacia la borrachera. Camuflado bajo el disfraz de cultura nos estamos quedando con lo que otras ciudades rechazan. Piénsese en Magaluz o Salou, noticia en el mundo entero por la oposición ciudadana a un modelo deplorable que termina en poco tiempo con la convivencia, la calidad de vida y la imagen urbana. Convendría no olvidar que el boom turístico actual obedece en gran medida a la situación de inseguridad que viven Europa y el Mediterráneo. Bastará que las cosas vuelvan a su estado natural para que todo se vaya al garete. Sería, pues, el momento de crear estructura, potenciar nuestra oferta, favorecer sinergias, optimizar recursos al servicio de un modelo integrador de ciudad, propiciar sin exclusiones la proyección poliédrica de nuestro rico acervo. No tiene sentido invertir cada año cientos de miles de euros en eventos multitudinarios de carácter lúdico mientras no se destina un solo euro a la investigación, conservación y puesta en valor del legado patrimonial y arqueológico local. Hace poco escuché decir a alguien a quien respeto que la ciudad no debe mirar más a su pasado, sino pensar en su futuro. Mi respuesta fue contundente: seguiremos perdidos mientras no comprendamos que en el ayer están las claves de nuestro mañana. Hemos de aprender a reivindicar nuestro papel en la historia, a nutrir de novedades permanentes la imagen universal de crisol de culturas que proyectamos, a honrar sin paliativos a quienes han conformado nuestra identidad como pueblo durante los cinco milenios de vida y muerte que nos soportan. La Córdoba de hoy parece más una verbena que la ciudad callada, reflexiva y sabia que un día cantaron los poetas, y muchos, créanme, tenemos inquietudes más allá del espectáculo, el ruido o la fiesta.

* Catedrático de Arqueología de la UCO