Cuando un aparato es útil y fascinante suele ganar categoría propia. Así, de un tiempo a esta parte, hablamos de smartphones y no de «ponernos al aparato». De aparato deriva aparatoso. Y hoy cuesta imaginar uno que no sea demasiado grande, lento, torpe o patoso. No hay duda de que un aparato nace con voluntad de herramienta. De ser mecanismo de cambio y transformación. Los juguetes de nuestro tiempo suelen ser aparatos (electrónicos o no) a los que cada vez les damos menos vida útil. A la que se descuida, un aparato se ve desfasado y se vuelve cacharro o reliquia en menos de lo que canta un tuit. Triunfa el spinner que gira sobre sí mismo como lo hace el PSOE volviendo a ponerle a Pedro Sánchez los laureles que le quitó, pero, ¿quién puede asegurar que este invento es de largo recorrido? Me refiero al spinner. Sánchez, con su hazaña, ya está más allá de la vida y de la muerte. Pero quiero escribir desde la crisis de los aparatos. Sánchez competía contra uno, el del PSOE, lleno de barones, vacas sagradas y maneras de funcionar que, frente a las bases, quedaron más que cuestionados. Internet y las redes sociales nos ponen en un ángulo desde el que crece la sensación de que la opinión del experto vale como la del ignorante, mientras multiplica las dudas sobre los tótems de antaño. Los tiempos líquidos que Bauman anticipó nos sitúan en un mundo de surfistas que aprovechan olas generadas natural o artificialmente sin más pilar que la masa que lo sustenta. La masa es la estructura. El sentimiento es el motor. Y el victimismo, como el miedo, es acelerador de partículas.

Hoy casi todas las viejas siglas políticas son aparatos, ya que han fallado en las tres erres: resolver problemas, resituarse con los tiempos y regenerarse. Cuando un aparato empieza a obturar esos mecanismos de cambio, se vuelve aparatoso. La hipersensibilidad social es total y, tras salvar con el dinero que no tenemos las operaciones locas de banqueros avariciosos y cargar nosotros con la resaca de su borrachera, la izquierda es más intolerante que nunca con la corrupción, la puertas giratoria o el trato de favor. Y ojalá ese fuera solo nuestro problema, así podrían ser igualmente exigentes algunos votantes de derechas que hoy alegan estar ocupados en otros derroteros.

El aparato del Estado no deja de ser deficitario. Territorialmente hay un malestar latente o patente y, mientras unos quieren llevar a extremos surrealistas, otros no hacen nada para apaciguarlo con equidad y justicia. Desde hace demasiado tiempo los intereses creados actúan metastáticamente en nuestro organismo común. En nuestro infantilismo ante los aparatos, optamos por la emoción y el golpe de efecto, más que por la compleja solución de arreglarlos o transformarlos. Sin consciencia de los riesgos que nuestra falta de responsabilidad implica.

* Periodista