No soy más que un poeta de provincias», declaró Pablo García Baena al depositar en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes su legado personal. Ese cofre de manuscritos y otros secretos se abriría 50 años después, cuando este siglo bien haya cruzado su cabo de Buena Esperanza. La media centuria es una cifra mágica, merecedora de una grafía propia en el ábaco romano. Cincuenta años han transcurrido desde esos dos eneros que han visto la desaparición de los más insignes representantes del Grupo Cántico. Ricardo Molina se marchaba en los idus del mes bifronte, en esos fríos provincianos ajenos a la primavera de Praga o aquel mayo de Sorbonas y adoquines que icónicamente no fue cordobés. Ricardo Molina practicó el ripio de la introspección tabernaria, el verso silente acompasado en la bujía de las palmatorias; en el agua bendita de una ciudad apulgarada; en el cante del contemplador que amagaba el tamborileo del compás y la belleza con unos nudillos reprimidos.

Se ha ido García Baena en una ciudad no tan descambiada. Practicó, como tantos otros ilustrísimos de las ciencias y las musas, el apriorismo categórico de hallar lo universal en la aldea, provinciano por más señas. Cántico bien pudiera ser un austero Macondo, impregnado de la resina de cipreses y jaras; vates que tortugueaban con la vespa hasta las Ermitas desde donde, tentados por un Satán báquico, eran inducidos a renegar desde las alturas a la insoportable levedad de una ciudad endogámica: vitos y peroles; tauromaquias, novismos y esnobismos; misales y miseria.

La semana pasada nos dejó Pepe García Marín. Con su muerte y la de nuestro Príncipe de Asturias parece entornarse la plástica de dos décadas imprescindibles. Los cincuenta se inician con el Antiguo Muchacho de García Baena, y sus «cidras frías por el mármol de la madrugada». En los sesenta llega a la Judería la escorrentía de la posguerra, la taberna renegociada por un emprendedor para dar de comer al hambre de satisfacción de los nuevos viajeros románticos; manga ancha para esta versión, pues en ella se refugian capitostes pudientes, que encuentran en la tapita y en la querida el penúltimo apeadero tras la montería. Bálsamo de reyes otros paladares, versos compuestos en la soledad del preciosismo. Sería de necios abjurar de estas latitudes barrocas, las que sacudieron a Góngora en sus paseos por Trassierra.

Quién iba a decirle a los piconeros, mientras desmochaban las vainas de las algarrobas, que Mesa y Estrofas compondrían el sustrato económico de una ciudad misteriosa. La poesía es un activo en el acervo cordobés, por más que venial e hipócritamente se miren esos números que facilitan nuestro lugar en el mundo. Córdoba es un hervidero de poetas y de inquietudes literarias que no deberían ser menospreciadas. Y de esa continuidad estética mucho se tiene que agradecer al grupo Cántico.

«Pero sí, soy mayor/ y amo lo que apenas si recuerdo». Hace un par de semanas vi al autor de Campos Elíseos pasear con su bastón por Torres Cabrera. Acaso se dirigía a Capuchinos, a fiar su alma a la recoleta estética de esta ciudad, porfiando aquel verso de Ricardo Molina: «aquí nace y muere mi canción».

* Abogado