En el dramatis personae de la mitología griega, a Casandra le tocaba el papel de la aguafiestas; la que advierte una y otra vez de la que se viene encima y nadie toma en consideración sus malfarios. Afortunadamente, no hurgamos con la etimología de los nombres, pues si fuésemos más introspectivos con los mismos, muchos pasarían definitivamente al destierro. Algunos, incluso, tienen la mala estrella de caer en desuso sin saber su significado. Pongamos por caso Celedonio, cuya traducción del griego antiguo es Golondrinito. Casandra tuvo un tiempo de mayor furor, cuando inconscientemente se buscaban eufonías de mujeres fuertes y guerreras, caso de Úrsula --la mujer osa, que no pantera--. Pero que una tuitera se llame Casandra es un presagio un tanto contradictorio, como los adivinos que preguntan quién llama a la puerta.

La hija de Príamo anunciaba desgracias y Casandra Vera, la tuitera condenada por las mofas del asesinato de Carrero Blanco, señala que le han arruinado la vida. Acaso no le falte razón y sea sostenible la desproporción de la condena. Casandra se presenta como la roba gallinas de los mensajes digitales, la inmolada víctima de unos tiempos en los que la libertad de expresión cotiza a la baja. Suscribimos el estado de ánimo de la condenada, pero tampoco podemos censurar los matices. Porque este es un tiempo de provocaciones masivas y comodonas, donde el eco de las montañas ha sido sustituido por los retuiteos, y la luz de la intelectualidad se ha repartido entre las masas como la capa de San Mauricio. Claro que se ha recortado la libertad de expresión: porque la tolerancia se considera en demasiadas ocasiones fláccida y lo políticamente correcto ha llegado a niveles preocupantes de atontamiento. Pero también juega el miedo, la autocensura, los fantasmas que harían que Hobbes se frotase las manos viendo el momento de esplendor en ese trueque de la libertad con la seguridad. Por supuesto que hay blasfemos y apóstatas buenos, como los periodistas que arriesgan su vida en mi querido México. Pero sus pecados no son otros que jugarse el pellejo por unos ápices de verdad.

Este es un tiempo más de rabietas que de provocaciones, de dedos arrepentidamente rápidos enganchados a una fama candorosamente anónima en la que te flagelas por observar, y más aún por ser observado. Y si antes te significabas cazando leones, para sobresalir en esta espesura digital se precisa tener el sarcasmo más gordo. Habrá jueces ultramontanos, pero la ofensa solo prescribe con los sentimientos. Y para estos asuntos, el tiempo tiene la piel muy dura. Hagan ustedes un chiste a los armenios sobre su olvidado genocidio. Acérquense a Alcácer a frivolizar con las atrocidades que sufrieron aquellas niñas hace un cuarto de siglo. Se puede pendenciar con el cristianismo porque, a Dios gracias, renunció hace mucho tiempo a las ordalías. Pero, salvo heroicas excepciones, no hay ese mismo tratamiento mordaz e irreverente con aquella otra religión del Decálogo.

No amamantemos en exceso la hipocresía. El asesinato de Carrero Blanco ayudó a virar la historia de España. Y el humor negro y el sarcasmo son un buen indicador de la salud de los auténticos bufones, los seres más libres en esa jaula que todos llevamos dentro. Con tanto dedo rápido suelto, no me valen moralinas ajadas, pero tampoco convertir la provocación gratuita en un acto social.

* Abogado