Recep Tayyip Erdogan definió el golpe de Estado de hace un año en Turquía como un regalo de Dios. El golpe, que fracasó en menos de 12 horas gracias aparentemente a las movilizaciones en las calles, fue la excusa ideal que necesitaba el líder turco para estrechar el cerco contra toda disidencia y convertir la democracia imperfecta en una autocracia. El resultado han sido más de 50.000 detenciones y depuraciones masivas en la administración y en el Ejército que han afectado a más de 100.000 turcos, sin importarle el riesgo de que ello degrade las instituciones y los servicios públicos, ahora en manos de los seguidores del AKP, su partido islamista. Con sus proyectos megalómanos y su deriva hacia el partido único, Erdogan quiere ser el Ataturk del siglo XXI. Pero aquel líder que surgió tras el desmoronamiento del imperio otomano al final de la primera guerra mundial modernizó un país que vivía en un atraso ancestral, y los turcos le siguieron. En un ambiente de durísima represión y violación de las libertades, Erdogan no tiene el apoyo incondicional del pueblo. Aunque en abril ganó el sí a la reforma constitucional que le otorgaba más poderes, el electorado no le dio el voto aplastante que quería. Los cientos de miles de manifestantes que salieron a la calle el pasado fin de semana son otra prueba de que hay muchos turcos que se oponen a la deriva antidemocrática de su presidente. Merecen todo nuestro apoyo.