El calor era seco al salir a Gran Vía, con un polvo amarillo de arpillera en la respiración, como si un viento pardo hubiera barrido el sol de Córdoba para soltarlo en Madrid. Rodolfo Serrano nos había reunido a Pablo Guerrero, a su hijo Ismael, a Andrés Ocaña, que vendría desde Córdoba, y a un servidor, para que le presentáramos su libro de poemas La blancura de la ballena. Yo acababa de publicar un artículo crítico con un asunto del Ayuntamiento. No pasaba nada, el oficio es así: escribes, te pronuncias, y luego la vida te coloca frente a tus propias palabras. Entonces, apenas había coincidido con Andrés un par de veces. Tras saludarnos, él mismo sacó el tema del artículo, dándome la razón en algunas cosas y puntualizándome otras, lo que le agradecí. Pero lo mejor fue la manera, la expresión comprensiva de sus ojos. Sin decirlo, me dijo: oye, que aquí no ha pasado nada, aquí estamos para hablar de Rodolfo y brindar por Córdoba, la amistad y la vida. Eso hicimos. Charlar con Pablo Guerrero y con Ismael de A cántaros, de la canción de autor, del compromiso, de lo que había sido y lo que seguía siendo. Tras la presentación ya éramos más de treinta tomándonos unos vinos en una taberna de Hortaleza. Hablamos de Antonio Machado, de Córdoba y la Capitalidad, del inédito sentimiento común que el proyecto había creado. Descubrí a un hombre hondo, de humanidad lectora, dialogante y sincero, muy alejado del perfil político que parece haberse impuesto luego. Desde entonces, después de su regreso a la docencia, cada vez que nos volvimos a encontrar continuamos esa conversación. Vivió un tiempo severo, pero el recuerdo de su naturaleza abierta y generosa, que conocía la ciudad y los barrios, ese pulso vivo, ya se ha impuesto a aquellos años duros. Su vuelta a la enseñanza tuvo un color honesto, en paz con su pasado. Al saber que ha muerto, me ha venido a la retina su expresión de hombre bueno, noble y conciliador. Esta ciudad ya lo echaba de menos.

* Escritor