Andalucía es estar soñando y que de repente amanezca, mirar luego hacia el exterior por la ventana y darte cuenta de que el sueño sigue estando vivo. Después, al pisar la calle, al pisar el terrón en el surco, al pisar la tablazón de una cubierta en alta mar o en cabotaje, al pisar el escurridizo mineral de una galería en el subsuelo, al pisar una plaza de pueblo que convoca y reúne a más gente de la que debiera haber a esa hora y de esa edad en aquel lugar, al pisar algunas realidades, entonces, el sueño pasa a ser un despertar por una palmada al lado de los sentidos, un sobresalto, un reconocerse expulsado por la espada flamígera del paraíso estando dentro del paraíso, es que el sueño se convierta en metáfora de exilio sin éxodo, de apetencia prohibida.

Andalucía es también una estadística escrita con números del color del fuego, la desesperación risueña de un pueblo, un canto que ríe al dolor, que grita y se desgarra en la alegría.

Para recuperar el sueño de estar soñando y que el sueño siga desde el alféizar hay que tomar distancia, mirar esas encuestas de color del fuego, reconciliarse con la tierra en la opinión ajena de los que califican a Andalucía como el paraíso, de que ser andaluz es la única manera razonable de saber y poder vivir en la tierra.

Por otro lado, sentirse andaluz es también saberse único en la desdicha de no poder ser otra cosa sino feliz en la tragedia, impasible en la normalidad del gozo, que es lo único que debiera ser normal, trasfundirse los glóbulos del tiempo, de un tiempo antiguo, del viento, de un viento que es nuevo.

Por último ser andaluz es ser oriente pero sentirse a su vez occidente, mirar al sur pero largarse a su vez al norte, respirar hacia afuera, llorar hacia adentro, leer en las voces, escribir en verso, pensar con el corazón del distanciamiento.

* Profesor