España no está enferma; la que está enferma es la política…, que vive sólo en función de los titulares del día siguiente». Escuchar palabras de tal contundencia y dramatismo en boca de una diputada nacional en el Congreso causa casi una conmoción. Por desgracia, la lucidez, la valentía, la claridad de ideas, el coraje y la vocación de servicio público son virtudes tan raras en esta época nuestra de crisis unilateral, egos desmedidos, contubernios mil, teatralidad y bajezas morales de saldo, que cuando se perciben en alguien que además ha sido elegida por el pueblo vibran todos los cimientos, nos invade una sensación de agradecimiento y segundos después la rabia; porque si ella es así, ¿por qué no lo son el resto? Desde la antigüedad más remota, y siempre que no hayan intervenido las armas, el hombre ha tratado de elegir como sus legítimos representantes a aquéllos que destacaban por ser los mejores, destinados por sufragio o designación directa a liderar al grupo, servir de guías y ejercer de modelos. Esta preocupación por la ejemplaridad, la categoría moral de los actos, la aprobación de la conducta por parte de los demás incluida la propia familia, o las virtudes desplegadas en vida (paupertas, amicitia, pietas, fortitudo, honestas, pulchritudo, en el caso de los hombres; obsequium, pietas, castitas, pudor, pudicitia, sedulitas, univira, en el de las mujeres, según la epigrafía romana de la Bética), se llevaban incluso al escaparate social formidable que representa la muerte, incorporadas en los epitafios como argumentos de fuerza a la hora de elogiar los méritos de los difuntos, objeto por cierto de honores cuando habían destacado en su servicio a la colectividad. Son facetas y perfiles de los que solemos conocer como mujeres y hombres de bien, cuya integridad, honradez, generosidad, altura de miras e inclinación de servicio quedan especialmente en evidencia cuando se dedican a la vida pública. El gran Augusto, que cambió los destinos de Roma y sentó las bases políticas y éticas del Imperio, potenció su figura como gobernante excelso y Princeps con base en los valores morales más representativos de la idiosincrasia romana: la virtus (integridad, valor, hombría, sobriedad, rectitud de carácter), y la pietas (respeto a los mayores, a la tradición y a las señas propias de identidad), claves fundamentales ambas de su enorme triunfo personal y político, de que sea referencia universal aún hoy.

Todo esto quedó bien en evidencia hace algunas semanas en uno de los discursos más densos y convincentes, mejor estructurados, más pasionales y más valientes que se han oído estos últimos años en el Congreso de los Diputados, con motivo de la Moción de Censura que tuvo al país en vilo. Hablo de Ana Oramas, diputada nacional por Tenerife y portavoz de Coalición Canaria en el Grupo Mixto. Gracias a las redes sociales su breve intervención se ha hecho viral, lo que indica claramente el interés despertado entre la ciudadanía, su capacidad de conexión con el público, tan ajeno a lo que sucede en la arena del circo, como acertadamente denominó a la Cámara. Fue un alegato demoledor, en el que no dejó títere con cabeza y que pronunció con la garra y la seguridad de la mismísima Sibila de Delfos, convencida de que la política no debe ser oportunismo, sino ejercicio exigente de seriedad y de lealtad. En su transcurso, unas bancadas cariacontecidas, con sólo algún esbozo de sonrisa satiresca más nerviosa y culpable que pretendidamente burlona, hubieron de escuchar afirmaciones de una fuerza expresiva y una audacia impactantes y muy poco frecuentes. Ignoro si en la trastienda de jornadas tan trascendentales para España pudo haber sucedido algo que la espoleara, pero hasta donde sé es una mujer que viene destacando desde hace tiempo por el tono y el contenido de sus intervenciones. De ahí que, aun a sabiendas de que su verdad permanecerá silenciada porque no interesa a nadie más allá de quienes la sufrimos, prefiera pensar que lo hizo coherente con sus convicciones políticas, acorde con su sentido del compromiso y fiel a lo que representa; y quiero por todas esas razones darle las gracias en nombre de millones de ciudadanos a quienes se ignora de manera sistemática, que necesitan de voces como la suya para creer que aún hay esperanza y evitar así que su hastío y su repugnancia por tanto abuso como vemos a diario no hagan sino crecer, con el peligro de que puedan llegar a transformarse en abulia activa. En tiempos de tan extrema politización y tan escasa y tendenciosa capacidad crítica, resulta estimulante que alguien conserve frescura, arrojo y agallas. Y que conste que no lo digo porque sea mujer. Valoro la formación, el carisma, la fuerza, no el sexo. Por favor, señora Oramas, no deje que el sistema la subyugue, ni pierda nunca su limpidez. La precisamos.H

* Catedrático de Arqueología UCO