Cuando el avance de la vida te permite liberarte de muchos lastres e ir quedándote con lo esencial, vas descubriendo que las personas más valiosas son aquellas que te muestran que el paraíso verdadero reside en las fronteras y que nuestra vulnerabilidad es el pasaporte que nos hace gozosamente interdependientes. Cuando los días hacen posible que te reconozcas en el espejo, comienzas a valorar mucho más a quienes te enseñan que la autoridad se gana en las prácticas compartidas y no en los púlpitos. Cuando los años se convierten en pradera a la que llegas después de un empinado trecho, basta un libro de poemas, o una cena en la terraza, o un café sin azúcar que sabe a dulce, para entender por qué amamos tanto las horas.

En mi caso, esas conquistas pacíficas, sin banderas ni sin dioses que las justifiquen, han venido de la mano de mujeres que, con su poderío, me han enseñado y me enseñan cuán necesario y urgente es que me rebele contra el machito que llevo dentro. Una de esas mujeres faro ha sido y es sin duda Amelia Sanchís, a la que esta ciudad, en un acto de justicia «soroptimista», ha concedido su Medalla de Honor. Como bien dijo al recogerla, esa medalla no es solo de ella, sino que es de todos esos seres humanos, y humanas, que han formado parte de su recorrido. Porque Amelia, y esta es una de las grandes lecciones que yo he aprendido de ella, entiende, como buena feminista, que la horizontalidad es la fuente de todas las posibilidades y que la suma de los y las diferentes es la única manera de hacer posible la igualdad.

Con Amelia, a la que siempre me gusta imaginar en lo alto de Monserrate mirando, como si estuviera conversando con una diosa indígena, a la inmensa Bogotá, he entendido que el feminismo es un compromiso de vida, una energía emancipadora y también, mal que les pese a los agoreros machistas, una fuente de alegrías. A su lado he ido saboreando las esencias de los platos que se cocinan a fuego lento, la magia que pueden hacer las palabras cuando se entrelazan en cuadernos de tapa azul, la revolución que late en la fidelidad a las convicciones. Acostumbrados a lidiar en un mundo tan hostil a veces, y tan reaccionario y patriarcal casi siempre, como es la Universidad, los dos hemos ido dándole la vuelta al pesimismo y lo hemos convertido en una resistencia iluminadora. Ese arco iris que nos gustaría que se quedara a vivir para siempre en el claustro de nuestra Facultad.

Mujeres como Amelia son más necesarias que nunca en nuestra ciudad, en nuestro país, en el mundo, porque solo ellas, desde su entendimiento de cómo sanar las heridas y de cómo sustituir las trincheras por jardines, pueden mostrarnos otras maneras de gestionar lo público y de abrazar lo privado. Mujeres como ella deberían ser el referente que nos permitiera comprender la necesidad de que nosotros, los hombres, como sujetos privilegiados dimitamos de nuestra omnipotencia. Mujeres como Amelia deberían ser la palanca que hiciera saltar por los aires el polvorín que generan los pulsos frentistas y la incapacidad para conversar desde la equivalencia.

En fin, lecciones de urgencia en un mundo que nos empeñamos en llevar al precipicio y que en mi caso, gracias a ella, cuenta con un impagable bálsamo violeta. Porque la vida me ha hecho el regalo de que esa mujer, aparentemente frágil pero tan poderosamente inquieta, como esas polillas de las que hablaba Virginia Woolf y que siempre andan buscando la luz, sea más de un capítulo imprescindible de mi memoria y un nombre siempre presente en la agenda del mañana. Amelia Sanchís, vecina de Córdoba y de todas las ciudades donde las únicas banderas posibles son los manteles que anuncian una buena comida, es un regalo que felizmente comparto con los demás porque sé que al compartirla su luz, dejos de palidecer, se multiplicará.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO