La pasada primavera nos dejó imágenes como la abundancia del amarillo de las flores silvestres. En mi condición de lector sé que ese color está presente en la obra de Borges porque era el color del tigre que veía de pequeño en el zoológico. Luego se convertiría en el color simbólico de su propia vida, de hecho le concede importancia en ‘Una rosa amarilla’ (de El Hacedor), cuando explica que el poeta italiano Giambattista Marino sintió que en la rosa amarilla que una mujer había dejado en una copa cerca de su lecho de muerte, estaba su eternidad. Más adelante, en la conferencia titulada ‘La ceguera’ (recogida en Siete noches), al relatar que los ciegos no viven en la oscuridad absoluta, indica: «Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo», y más adelante: «El ciego vive en un mundo bastante incómodo, un mundo indefinido, del cual emerge algún color: para mí, todavía el amarillo». En ese mismo texto, cuando recuerda que él es el tercer director ciego de la Biblioteca Nacional argentina, se encuentra una consideración que me reafirma en mi interés particular por el número tres: «Aquí aparece el número tres, que cierra las cosas. Dos es una mera coincidencia; tres, una confirmación». Pero no es el momento de detenernos en la presencia de los números en la obra borgiana, sino que hablamos del amarillo, que de nuevo encontramos en el ‘El otro’ (de El Libro de Arena), donde Borges dialoga consigo mismo, sentado en un banco frente al río Charles en Cambridge; «el otro Borges» era mucho más joven, y a él se dirige con estas palabras: «Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces». Y en su último libro, Los Conjurados, en la composición ‘Posesión del ayer’, muy citada porque es la que finaliza con esa afirmación de que no hay otros paraísos que los paraísos perdidos, Borges expresa su lamento: «Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo».

Si nos alejamos de la literatura y evocamos el color amarillo en este mes de julio, seguro que no vamos a identificarlo con la camiseta de la selección brasileña, tras su fracaso en el mundial de Rusia, sino que cualquier aficionado al ciclismo lo asociará con el maillot que distingue al líder de la carrera ciclista más conocida del mundo, entre otras cosas porque se trata de una competición que posee relatos llenos de épica y que pertenecen ya a la historia del deporte en general, no solo del ciclismo. Por eso para mí, hablar de amarillo, al margen de otras consideraciones, es evocar a Borges, pero también reconocerme como asiduo seguidor del Tour de Francia, día a día, una tarde tras otra, a la espera de que ocurra alguna gesta grandiosa y digna de ser recordada. El maillot amarillo se empezó a utilizar en 1919, tras el final de la primera guerra mundial, y fue un homenaje al color del periódico deportivo L’Auto, donde era redactor jefe el creador de la carrera, Henri Desgrange. Las etapas del Tour por televisión son un viaje por la geografía francesa; resulta envidiable la información que desde la realización se lleva a cabo sobre los lugares, paisajes o monumentos por donde pasa la carrera. Y cuando veo el pelotón no puedo dejar de imaginar cómo serían nuestros pueblos y ciudades si en lugar de circular con cientos de coches, la bicicleta ocupara el espacio urbano, todo sería más amable, junto a otros beneficios más que conocidos.

Por desgracia, Borges no habló del maillot jaune, aunque en su poema, ‘A Francia’, asegura que no dirá la tarde y la luna, sino Verlaine; ni el mar y la cosmogonía, sino Hugo; tampoco la amistad, sino Montaigne; ni el fuego, sino Juana. Por mi parte, y con modestia, no diré amarillo, sino Tour de France.

* Historiador