Vivo estos días los amaneceres en el convento de Santa Clara de la Columna, en la localidad cordobesa de Belalcázar, fundado por doña Elvira de Zuñiga en 1476 y regentado por frailes franciscanos, aunque desde 1494 y hasta la actualidad es residencia de las monjas de clausura de la Orden de Santa Clara. Se alza la luminosidad del día con el rezo y el canto de Laudes, a las siete de la mañana, y a continuación, la oración de la comunidad de religiosas y la Eucaristía. Silencio a raudales, en este oasis de riqueza artística y arquitectónica, donde destacan la iglesia, de bella portada gótica, la fachada del convento con soportales de piedra y el patio claustral, así como las techumbres de madera y los artísticos artesonados. La eucaristía la celebramos en el altar mayor, presidido por una gran imagen de Jesús de la Columna, devoción que enlaza con la llegada de las primeras religiosas procedentes del convento de Nuestra Señora de la Consolación de Calabazanos (Burgos), trayendo un trozo de la Columna en la que ataron a Jesucristo para azotarle. Por eso, desde entonces, se llamó Convento de Santa Clara de la Columna. Como recuerda el Papa Francisco en la nueva constitución escrita sobre la vida contemplativa femenina, «un número incontable de mujeres consagradas, a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, han orientado y siguen orientando toda su vida y actividad a la contemplación de Dios, como signo y profecía de la Iglesia virgen, esposa y madre, signo vivo y memoria de la fidelidad con que Dios sigue sosteniendo a su pueblo a través de los eventos de la historia». Cada amanecer tiene su misterio y su afán, simbolizado en el sol que derrama su luz sobre el universo. Quizás, por eso, los monasterios se iluminan por dentro con la llama de la fe, enviando sus destellos de amor y de esperanza, entre cantos y plegarias, a las entrañas de la humanidad.