El coro casi unánimemente elogioso que el anciano cronista escuchara a finales de los años 40 de labios de los jornaleros mutados en obreros industriales de Cataluña, en los días de las vacaciones estivales en el bello y adusto pueblo jiennense de sus padres -uno de los más castigados en la guerra civil, que adoptó en su dividido vecindario un carácter en verdad excruciante-, proseguía sin pausa ni cesura en el también muy enriquecedor instituto sevillano de Enseñanza Media en el que tuvo la inmensa fortuna de cursar, con un cuadro docente de auténtica excelencia, el Bachillerato. Catedráticos casi todos de talla universitaria, semirepresaliados unos, franquistas hasta la médula otros, rivalizaban en las materias humanísticas en ponderar el fulgor que irradiase en la trayectoria contemporánea del país su cultivo por los sabios, artistas y eruditos, en general, los de antenas más sensibles a las corrientes extranjeras de auténtico elán creativo; incluso, varios de los profesores de la década de los 50 del sevillano Instituto de San Isidoro no dejaban escapar la ocasión de recordar que la figura humanística más alabada por el Régimen e inspirador de buena parte de su proyecto intelectual, el santanderino Menéndez Pelayo (1856-1912), había cursado -con gran contento, por lo demás- sus estudios superiores en el alma mater barcelonesa en pleno auge de la incomparable Renaixença. Don Emiliano José, don Eugenio García Lomas, don Maximino Montes, don Vicente García de Diego, don Alfredo Malo, don Maximino Montes, don Antonio Sánchez Castañer, don Antonio de la Hoz, don Luis García Anguiano y hasta todo un muy importante canónigo de la sede hispalense y docente en el mencionado centro, el granadino don José Comino, junto con otros compañeros de claustro, no perdían oportunidad para enaltecer la estadía catalana del polígrafo cántabro como clave para la andadura de las llamadas ciencias del espíritu en la España de la primera mitad del novecientos.

De otra parte, en las explicaciones de los encargados de introducir a su chavalería masculina en el conocimiento del ayer de su patria, la Corona de Aragón era particularmente atendida. Así, el articulista no debió esperar hasta sus años barceloneses o levantinos para escuchar de labios de muy competentes profesores la loa de cualquier faceta de los reinos que integraron la Corona de Aragón, así como asistir, por parte de algunos de ellos, a la exaltación más entusiasta de la figura impar de don Fernando el Católico (escenario, importará repetir, la Sevilla -cuarta o tercera por entonces capital de la nación- de los inicios de los años 50, protagonista del primer gran viraje hacia el cabo de todas las Esperanzas: la grandiosa Transición...).

De ahí, pues, que al llegar a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Hispalense -curso 1956-57- no le sorprendiera en manera alguna las loanzas sin fin dedicadas al pasado catalán por uno de sus más admirados -y admirable, ciertamente, en su limpia prosapia intelectual con marchamo de la muy benemérita Institución Libre de Enseñanza- catedráticos: don Juan de Mata Carriazo y Arroquia, nacido en las tierras altas del Santo Reino al filo de la imponente crisis del 98 y muerto en su querida ciudad de la Giralda en 1989. En las aulas de la citada facultad, otro docente situado en muchos planos -menos en el de la competencia profesional...- en los antípodas del antecitado, el leonés don Julio González y González, enaltecía sin cesar los incontables capítulos de la historia de la España bajomedieval y renacentista en que la corona de Aragón y su más importante porción por creatividad y empuje fueron eje y motor de un pueblo que asistía a la hora más abrillantada de su otra gran parte, la encarnada por Castilla.

* Catedrático