La proliferación de universidades que conoció España en los años del desarrollismo se inscribe de lleno en la inflación sin precedentes que experimentó de forma contemporánea la Administración pública en sentido amplio, incluido el mundo de la política (a día de hoy somos víctimas de un sistema tan macrocefálico, corrupto, prebendado e insostenible, que parece un milagro continuar adelante sin que se hunda el país). Ya he comentado en alguna otra ocasión que buena parte de la financiación universitaria deriva de sus respectivas nóminas de estudiantes, con independencia de la cualificación y del nivel de rendimiento de los mismos, lo que entre otras consecuencias ha convertido la selectividad, o como quiera llamarse ahora, en puro teatro. La Universidad necesita captar alumnos, y muchos de éstos se matriculan en respuesta a las expectativas familiares, olvidando que existen otras mil vías posibles --y dignas-- de desarrollo profesional. Si a ello sumamos el rápido envejecimiento del profesorado; la falta de entrega e incluso de ética de algún que otro miembro de la plantilla docente, perdida esta sin remedio en un marasmo de burocracia, clases, investigación, evaluaciones y contraevaluaciones; los chalaneos con la política, o la logsificación de la enseñanza universitaria en beneficio de la promoción automática --que también influye en las cuentas-- y en perjuicio de la calidad, se comprenderá la devaluación que aquélla ha experimentado en los últimos años, hasta hacer de nuestras aulas un batiburrillo en el que no siempre resulta fácil mantener la coherencia a pesar del esfuerzo denodado de alumnos y profesores. ¿Pero cómo lograrlo en una institución que es reflejo microscópico de lo que ocurre en el ruedo nacional e incorpora todos y cada uno de sus vicios? Desde hace meses acapara los mentideros y no precisamente por sus logros; algo que resulta no solo preocupante, sino también aterrador para esa mayoría que todavía cree en una idea de universitas gobernada por la vocación y el sentido de la entrega, el mérito, la integridad y el esfuerzo, y tiene por única bandera el trabajo. Quimeras, en el fondo, que convierten su labor cotidiana en carrera de obstáculos, en prédicas en el desierto y lucha a muerte contra las tentaciones; pues por más que duela decirlo en el mundo académico, como en la calle, hay muchas cosas que son legales, pero también inmorales o indecentes, y que cada uno concluya a su antojo. Por eso, más nos vale que cuando se produzca el relevo generacional sus protagonistas se hayan pertrechado antes del pertinente bagaje y accedan a la función pública desde la más exhaustiva formación y un sentido riguroso e innegociable de la vocación y la deontología que les haga actuar por convencimiento objetivo estricto, y no por efecto pendular o ansias de revancha, tan usuales en medio universitario. De lo contrario cometerán nuestros mismos errores incluso acrecentados; y tenemos un amplio repertorio para elegir...

En momentos en los que la Universidad española --pública y privada-- está siendo fuertemente cuestionada debido a las corruptelas y la ausencia total de escrúpulos por parte de algunos y su relación con la política, que todo lo pudre, toca coger el toro por los cuernos y erradicar de ella vicios privados más o menos públicos, como el servilismo, el nepotismo y la endogamia, que tienen su causa más importante en la autonomía universitaria --también, como es obvio, en la condición humana, paradójicamente exacerbada hasta sus peores extremos en una institución que debería ser espejo moral para la sociedad, luz y faro de rectitud y buen criterio--; establecer vías de financiación regulares y mantenidas en el tiempo que dependan de la calidad y las buenas prácticas, no del número ni de las componendas; activar al cien por cien las tasas de reposición que garanticen el relevo generacional por parte solo de los mejor preparados, al margen de ratios, cohechos e intrigas, tan frecuentes como lastimosamente efectivas; serenar las cosas y poner orden en el caos, devolviendo de paso la credibilidad a la institución y a aquellos de nuestros egresados que puedan sentir rubor o reparos morales a la hora de presentar sus títulos ante el mundo; fijar nuevos y estrictos códigos éticos que protejan a la vez que obliguen a quienes trabajamos en ella, evitando más espectáculos bochornosos y primando a los buenos en lugar de potenciar a los malos y enrasar por abajo; reintegrarle el crédito por vía del control, la exigencia, la disciplina, la transparencia y la ejemplaridad, capaces por sí solas de purgar nuestros muchos pecados en pro de la recuperación moral y de la excelencia; y, por supuesto, dejar mucho más espacio para la reflexión y la autocrítica, tan necesarias como urgentes. La institución debe regenerarse desde dentro, sin autoengaños ni excusas..

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba