Somos una sociedad desmemoriada. Lo somos porque a una buena parte de nuestro país, heredera cultural y políticamente del franquismo, nunca le interesó recordar y porque parte del resto ha sido siempre cómplice en los silencios. En paralelo hemos confundido la memoria con la nostalgia y el olvido con el perdón. El resultado ha sido negativo para la salud de una democracia que difícilmente puede dotarse de energía cívica si no se construye sobre la superación, que no la omisión, de todo aquello que en su día partió un territorio que aún hoy lucha por ser, como diría Blas de Otero, una camisa blanca esperanzada. Justo cuando se cumplen 40 años de los asesinatos de los abogados de Atocha, sería un buen momento parar reflexionar sobre qué parte de nuestra historia continúa siendo invisible o, en el mejor de los casos, mal contada, y hasta qué punto es imposible pensar en futuro si no hemos asumido esa labor ética y de justicia que supone reconocer a quiénes fueron los vencidos y humillados y quiénes fueron, en contraste, los que intentaron mantenerse en los púlpitos. Quiénes apostaron por el diálogo y la no-violencia y quiénes no tuvieron reparo alguno en convertirse en pistoleros. Y, por supuesto, como resultado de ese imposible equilibrio, cuántas de esas heridas siguen supurando debilidades en nuestra democracia imperfecta.

En Córdoba, y más concretamente en la Facultad de Derecho, tenemos la gran suerte de contar desde hace unos años con la vecindad del que hoy es el único superviviente de la matanza de Atocha. Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell, que está a punto de entrar feliz en la edad del júbilo aunque su energía sigue siendo la de un eterno estudiante, ha dedicado todos estas décadas a mantener viva no solo la memoria de sus compañeros y compañeras sino, sobre todo, el espíritu y el compromiso de quienes en su día tuvieron muy claro que no puede haber democracia sin justicia social ni Derecho justo sin igualdad de oportunidades. Unas mujeres y unos hombres que se entregaron apasionados a la lucha por la dignidad y que siempre tuvieron muy claro que carece de legitimidad moral quien vive en un divorcio permanente entre su currículo y su vida.

La gran lección de Alejandro es justamente esa: la que demuestra con hechos y no con palabrería que los valores democráticos tienen que aprenderse y aprehenderse, que la suma de igualdad y pluralismo es necesariamente conflictiva pero enriquecedora y que el verdadero sentido de un sistema constitucional es garantizar nuestros derechos frente a los que se regodean en el poder. Por eso para él, el Derecho siempre ha sido un arma de transformación social, un instrumento para la emancipación del individuo, una medicina que solo cura cuando no pierde de vista el faro ético que implica reconocer los derechos humanos como la ley de más débil.

Alejandro, que tiene mucho de poeta y de buscador de playas bajos los adoquines, es además el mejor ejemplo de un hombre que ha sabido entender, supongo que en gran medida por el dolor que ha vivido y del que nunca ha hecho un espectáculo, que además de racionales somos emocionales. Y que son justo las emociones las que no permiten ponernos alerta ante las necesidades del otro y por tanto asumir un comportamiento ético. Solo pues desde ese hilo que trenza cabeza, corazón y vientre es posible hacer carne la dignidad y cuerpo la empatía. Un ejercicio que debería ser parte ineludible de nuestra responsabilidad cívica. Esa que, como bien nos recuerda quien tanto sabe de los ángulos ciegos de la transición, solo puede nutrirse con la memoria fértil y la sororidad utópica. Dos primas hermanas que con frecuencia rompen nuestra comodidad de sujetos privilegiados pero sin las cuales la Constitución, ese hogar de la ciudadanía, acaba siendo una patera que busca una isla donde naufragar.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO