Defender la alegría, con su piel de equipaje, es una voluntad. No inapelable, no incuestionable, pero sí un matiz erosionado de nuestra plenitud. Es cierto: ha ganado Trump, que podría empezar, hoy, una caza de brujas un poco a lo McCarthy y Dalton Trumbo, aunque haya sido él mismo el que haya denunciado una cacería de su gabinete presidencial. Ha ganado Trump, ha ganado Trump: es algo que debemos repetir para reconocer que es verdad, para recordar que es cierto. Ha ganado Trump, pero no sólo eso. En España, la izquierda ha sacado el cuchillo y lo sigue portando a su manera, muy bien afilado, entre los dientes. Hasta los aparentemente sensatos, como Alberto Garzón, destripan lo único que tienen: un pasado, asegurando que el PC, durante la Transición, fue una «izquierda domesticada». Habría que recordar los días de plomo, con el ruido y la furia, o habría que repasarlos si, como es el caso, parece que se desconocen. Ojalá tuviéramos ahora una izquierda la mitad de domesticada, de constructiva y versátil, de generosa y amplia en el paisaje --más allá del cainita egoísmo personal que estamos viendo, con esas puyitas de elecciones al consejo de estudiantes-, para poder plantar cara a un PP que no necesita regenerarse, porque la reyerta familiar entre sus adversarios lo ha dejado solo en el poder, con su Gürtel, la sombra alargada del Yak-42 a cuestas y el fantasma de Federico Trillo escapando de su cementerio. En fin, que el 2017 empieza fino, y después del paréntesis hay que reivindicar la postura del cuerpo, su credencial moral al descubrir el mundo. Aún seguimos aquí, estamos vivos. Aún seguimos aquí. Brindamos por el rito y por la protección de la alegría, nuestro último derecho. A partir de ahí, podemos construir algo, podemos esperar algo de este nuevo viaje, recordar la plegaria de la plena alegría. Tierna noche de enero, dame un abrigo ancho. El frío será duro, pero estaremos juntos. Ahí al fondo hay un fuego, con su poema encendido.

* Escritor