El pasado siempre vuelve: un cliché remanido y al que tantas revueltas se le ha dado en las novelas negras. Hay otra cara de la moneda, aun si cabe más inquietante: el pasado también es ingenuo. Es la exultante arrogancia del presente, que anima a bailar sobre la tumba de sátrapas y mira con rubor y condescendencia antiguos hábitos. Los saltos generacionales se aprecian en estos cándidos sonrojos. Hace una miajita de años no había preludio de bodas sin una escena más propia de neorrealismo italiano. Hasta diríase puramente Fellini. Era común a los allegados, zampabollos infantes incluidos, que las comadres enseñasen el pisito de los novios. Hasta ahí todo en regla, el orgullo de la vivienda costeada con el sudor y la frente, y la santífica custodia de la hipoteca bancaria. Lo chirriante, a ojos de esta pánfila posverdad, era el numerito de abrir la cajonera del dormitorio, la madre y la suegra exhibiendo orgullosas los calzoncillos y las bragas pulcramente alineados, con ese complejo de mercería que les entraba a las susodichas para proclamar, desde la ufana humildad del esfuerzo, la proclama de una caseta sevillana: que no les falte de ná.

Actualmente, los huevos están en alza. Y no me encamino hacia atributos esparteros, sino a los últimos baremos nutricionales, que levantan la ley seca a esa exaltación de la yema. Donde antes eran dos, ahora son tres o más los que conviene comer a la semana. Algo así le pasó al camaroneo entre el pescado blanco y el azul, y puede que llegue un día que un estudio científico con ribetes bíblicos indique que Dios vio que el azúcar era bueno.

Vivimos en una sociedad boba, tiranizada por un presente encaprichado. Nos tatuamos la piel para perpetuar nuestras incongruencias, que sería igual que condenarse sine die a llevar la permanente de los ochenta. Y exigimos pruebas inmediatas del cambio climático, como si las eras geológicas fueran fichas semanalmente coleccionables.

Por eso es tan detestable la actitud de quienes juegan con la puerilidad de este tiempo. Apelan, sin decirlo, al reservorio revolucionario, entendiendo que en esta fase de la historia este occidente hipócritamente aborrecido se puede permitir la estrategia del espigueo, quedándose con la parte chupipandi de la transgresión pero sin renunciar a buenas dietas y mejores aforamientos. La insoportable levedad camaleónica de Ada Colau; la bata de cola libertaria de la miscelánea morada, que pretende levantar los adoquines no para recuperar la hierba, sino para filosofar si esas piedras son ñuscos o peñuscos. Ellos son copartícipes de la astracanada catalana, por mucho que intenten intimidar a la izquierda sensata que se raja como Jalisco. Eso es sentido de Estado, una frase que desprecian por su tacticismo, como si aún estuviese abierto el apeadero de Lenin. Pónganos una gola y caras de hombres antiguos; pónganos incluso cara de tontos útiles porque se piense que entibamos un criadero de corruptos. Pero no jueguen a la consagración de la democracia por cuarto y mitad de tacticismo, más aún si en fueros internos rigen querencias politburistas. Para hablar sin decir nada, prefiero el discurso de Antonio Ozores.

Bienvenida esta nueva licencia para el colesterol, pero sería bueno que estos incendiarios del Estado de derecho guarden un poco de respeto por el tiempo de los ajuares: ya no se enseñan las mudas de la cómoda, pero electoralmente pueden quedarse con el culo al aire.

* Abogado