En estos días, mientras a la imprecisa luz del crepúsculo emborrono estas páginas, el sonido de lejanos atabales y cornetas me anuncia que pronto llegarán las fechas santas; recuerdo una vez más que, al acercarse la Semana Mayor, no todo me va a oler a cera e incienso, o a esas rosas rabiosas y a ese azahar típico que por estas fechas inundan nuestra ciudad. A veces me embargan otras fragancias más lejanas: por ejemplo, la que emana del cocido de habas secas guisadas con tocino, cebolla, ajos, pimentón, sal y mucho caldo de jamón que los cocineros de la Cofradía de San Benito y Valvanera preparan por la mañana en «el Atadero» para repartirlas entre los miles de asistentes que el sábado más próximo al 21 de marzo, en Ezcaray (La Rioja), acuden allí en honor del santo benedictino: una tradición de la Sierra de la Demanda que se remonta al medioevo, cuando los monjes del Monasterio de Santa María de Ubaga repartían dichas viandas entre los más pobres del lugar. O ese viejo aroma que no solo recoge la cera procedente del Monasterio medieval del Divino Salvador, sino que se confunde en mi olfato con el olor a pulpo y mejillones, a churros y rosquillas, o a aquellas sabrosas empanadas que se expenden en su explanada y que tanto me gustan; probablemente se tomen desde la ya lejana Alta Edad Media, junto al centro de peregrinación existente en Lérez (Pontevedra), donde anualmente se acoge una romería multitudinaria en honor de san Benitiño, el santo más milagrero de cuanto existen en tierras de Galicia, especializado en curar males cutáneos de sus fieles devotos, quienes con mandas acuden en su búsqueda y, como acaece también en Serrans (La Coruña), del aceite «milagreiro» de las lámparas con el que sanar verrugas y eccemas; en realidad, en Lérez confluyen dos tipos de romería: una rural, cargada de simbolismo pagano y otra, más urbana y fluvial, con excursión incluida a Monteporreiros; en otros lugares, como en Lores (Pontevedra), por promesas, los fieles portan ataúdes durante la procesión en agradecimiento a san Benito por haberles librado de la muerte. Y lo mismo me pasa, cuando llegan estas fechas previas a la Semana Santa, con los «buñuelos de san Benito», en Obejo (Córdoba), que se reparten al término de una romería que hace más de ocho lustros ya estudié y publiqué en la Revista Internacional de Sociología del CSIC, junto a Francisco Luque-Romero Albornoz, querido amigo y colega en las más de mil y una correrías de una vida dedicada a la investigación histórica y antropológica. Investigación que nos dio pié a la publicación de algún que otro libro sobre exvotos y fiestas y a la participación en documentales para la TV y, cómo no, para ponencias en congresos y revistas, fruto de los cuales se pergeñaron diversos artículos sobre el tema.

En Lérez, tanto en marzo como en julio, los devotos ofrecen huevos al santo, así como numerosos exvotos en pago a los favores recibidos; y, al igual que en Lores y en Obejo, le prenden billetes al manto, los cuales lucen cuando es sacado en procesión alrededor del santuario: un modo de contribuir a las necesidades de las respectivas hermandades y «pagar» al santo por adelantado los favores recibidos. En esta última localidad, aislada durante años, los domingos más próximos al 21 de marzo y al 11 de julio, tras la segunda misa, sacan a San Benito en procesión por los alrededores de la ermita. La acompañan cientos de devotos así como los miembros de la Hermandad, especialmente los hermanos danzantes, nacidos todos en la localidad y que, al igual que hacen en el mes de enero por san Antonio Abad, ejecutan al son de guitarra, laúd y pandereta el «bachimachía»: una danza de espadas con reminiscencias ancestrales que posee similitudes con otras que bailaron los sacerdotes salios romanos, o bien con otras del norte peninsular (las conocidas como Ezpata-Dantza), que llegaron hasta diversos lugares de Andalucía tras la Repoblación. Igualmente, pueden apreciarse en ella conexiones con otros viejos rituales agrícolas y, cómo no, con la muerte del espíritu vegetal, sin olvidar otras interpretaciones, como el levantamiento de las espadas, símbolo de vida frente a la muerte y que denota cierto espíritu curativo, que la conectaría con las tarantelas. De cualquier forma, en su significado explícito destaca por su espíritu bélico, que perdura al quedar vinculada con la Hermandad y su romería. Su cumbre será el momento del «degüello del maestro», ritual conocido como «el patatú». Al término de la procesión, la mujer del hermano mayor reparte los «buñuelos del santo», tras lo cual los romeros se dispersan para comer y pasar un día de campo. Y ello, lo apunto, cuando un tímido capullo inunda de aroma el ensombrecer de la tarde que, en el silencio, tiembla de cornetas y timbales.

* Catedrático