Un viento como un cíclope le ha arrancado a un naranjo la mitad de su tronco y de sus ramas. Así ha amanecido tras una larga noche de soledad y de ausencias, a base de empujones de lluvia, como un aliento tenebroso, sin descanso. El alma se encogía a solas consigo misma, poseída por todas las incertidumbres. Esparcidas por el suelo, han amanecido las naranjas y las hojas. Ya no existen las primaveras de azahar, las brisas de golondrinas y vencejos; aquellos gorriones que revolaban entre el denso frescor, para aparearse, en las siestas de junio. Ha sido tanta la noche, que al día le cuesta amanecer. La vida pasa junto a las ramas vencidas del naranjo. ¿Ha muerto? No, porque sus profundas raíces se agarran a la tierra; siguen vivas, y parte de sus ramas y su tronco. Solo ha muerto lo que estaba muerto, lo que ya había dado su vida y no servía; aquello que debemos dejar atrás en nuestras almas, pero que nos sigue tentando con la viciada inercia de la costumbre, esa cárcel sin rejas ni cerrojos, más violenta que la más profunda mazmorra. Por más que nos perturbe, necesitamos de vez en cuando en nuestras vidas una noche del alma, con su soledad y su viento arrasadores, con su angustia de temer que no termine nunca; que se lleve de nosotros tanto lastre inútil, tanta oscuridad que nos ahoga; que nos deje en carne viva, temblando de miedo y de impotencia, arrasados sin piel y casi sin entrañas. La vida ya no iba por ahí. La vida siempre busca la alegría de la libertad. Por eso nos empuja siempre, sin descanso, a que le hagamos sitio para seguir su desarrollo y florecernos en nueva vida y nueva libertad. Que los miedos se entierren con los miedos; que la tristeza se vaya con el viento, y el alma amanezca de nuevo limpia, dispuesta a dar más frutos. Ya no queremos más, ni un día más, la prisión del abandono, la trampa de una seguridad que sólo es un techo de papel. Tiremos todo ese vacío de la mentira que nos tienta a convertir nuestra vida en un puro teatro, en una oquedad donde resuenan sin parar las oquedades de quienes no quieren vivir. Estamos en Adviento, la espera confiada en el amor de Dios, ese misterio tan lleno de ternura que cada año nos aguarda en un establo de Belén; esa fuerza apenas perceptible que sostiene nuestra vida siempre más allá.

* Escritor