En 1981, avasallado por los adversarios y apuñalado por sus compañeros, Adolfo Suárez abandonó la Unión de Centro Democrático (UCD) para crear un nuevo partido, Centro Democrático y Social (CDS), que recogía el espíritu centrista del partido que había traído la democracia constitucional a España.

Ser de centro en política no significa ser un moderado, un mediocre o un pusilánime. Todo lo contrario, no hay nada más radical que ser centrista porque supone la mayor de la valentías: reconocer que puede haber políticas de izquierdas que sean válidas al tiempo que se admite que en otros campos pueden ser mejores las atribuidas tradicionalmente a la derecha. O, dicho de otro modo, ser de centro significa apostar por las mejores políticas posibles independientemente de que sean etiquetadas como "azules" o "rojas". Una política basada en la evidencia, no en la ideología, ese refugio de los turistas del ideal y los canallas del dogma.

Suárez fue un adelantado a su época. Contra la derecha franquista legalizó al Partido Comunista. Contra la izquierda revanchista propuso la bandera rojigualda y la Marcha Real como símbolos de la España constitucional. Contra el nacionalismo español desarrolló, junto a Roca y Arzallus, el sistema administrativo de las autonomías. Contra los nacionalismos periféricos maniobró para que hubiese una armonización de todas las autonomías. Junto a Fuentes Quintana diseñó un sistema económico, los Pactos de la Moncloa, que garantizaban una España económicamente avanzada. El abrió todas las sendas de la España plural, tolerante, abierta y próspera que luego transitaron los socialistas de Felipe González y los conservadores de José María Aznar. Ni siquiera Zapatero y Rajoy han conseguido hundir definitivamente, y mira que lo han intentado desde su incompetencia, la herencia de una España orientada hacia Europa y no al Tercer Mundo, que fue el gran legado de Suárez.

Lo que sí han conseguido Zapatero y Rajoy, a su pesar, es abrir un hueco en el sistema partidista español para que resucite el espíritu de Suárez. Y lo han hecho en la figura de alguien que también es capaz de desafiar los dogmas acumulados por una inercia de endogamia partidista e intereses creados. Albert Rivera le gana a Suárez, sin embargo, en tres cosas: en preparación intelectual y en haber aprendido en las carnes del primer presidente de la democracia los errores que llevaron a que UCD implosionara debido a los cainitas enfrentamientos entre las diversas familias que pululaban en su interior, de los demócrata-cristianos a los social-demócratas pasando por los liberales. Un partido político puede tolerar la democracia interna pero no la anarquía suicida, el debate pero no los apuñalamientos por la espalda. También, en ser catalán, un plus ante el desafío golpista de los catalanistas, esos narcisistas de la sardana.

Aquellos años fueron los más duros. Jamás volveremos a vivir, con el dictador todavía de cuerpo presente y el terrorismo matando a diario, aquellos días de plomo y sangre en los que únicamente la voz grave y serena de Adolfo Suárez nos sostenía con sus promesas a las que queríamos creer que "Spain is not different", para no caer abatidos por el miedo que sentíamos ante las armas blandidas por el Ejército y los terroristas. Porque Suárez indicó con su ejemplo y acción el camino a una tierra prometida de orden y progreso del que le expulsaron los poderes fácticos y las fuerzas reaccionarias. Pero estaba marcado el camino para un centro político con un pie puesto en el libre mercado y el otro asentado en las conquistas civiles. Los pactos de la Moncloa y la ley del divorcio --de aquellos logros, estos gozos-- fueron los jalones de un centro orientado hacia un liberalismo progresista cuyo testigo es recogido hoy por Albert Rivera y sus Ciudadanos en busca del centro perdido.

* Profesor de Filosofía