Días estos de regresos y despedidas. Me duele, me cuesta y me emociona decir adiós a Marian, una pequeña saharaui con la que, desde hace tres veranos y por generosidad y solidaridad de uno de mis hijos, compartimos vacaciones. Una preciosa niña que me regalaba jazmines, que me repetía: abuela, cuéntame cuentos, que acariciando mis manos, decía «yo quisiera ser así de blanca», una niña del desierto, de piel achicharrada de soles y arenas, una niña desnutrida que cuenta historias que erizan los vellos hasta de los más duros oídos, una preciosa chiquilla que sueña con una escuelita blanca, un punto en el desierto, al que tiene que acceder por ardientes arenas. Una hija más, entre ocho de una familia que vio cómo el viento se llevaba su casa de barro y refugiados en la jaima de un familiar se apiñan todos y viven como pueden. Hay quien dice que están acostumbrados y eso no les importa, hay quien dice que traer a nuestras casas a esos niños no arregla nada y hay quien dice que hasta se les hace daño ofreciéndoles una vida que después no tienen. Bueno, por mi parte, lejos, muy lejos de connotaciones políticas que no son mi tema y que resultan farragosas y complejas, mirando el lado humano del problema pienso que no están acostumbrados, están resignados, y sí se arregla algo con tan generosa acción: al menos una niña come, bebe, se ducha, juega y es feliz en plena conciencia de la provisionalidad que vive y del retorno a los suyos, cosa que, en un difícil binomio, conjuga en deseos y añoranzas. ¿Que se le hace daño con una falsa vida? No es falsa; es auténtica y en ella mucho amor y solidaridad que hasta una niña pequeña como Marian sabe agradecer. Mi querida niña, no sé si volveré a verte, pero siempre estarás en mi corazón, sin duda mejor lugar que el desierto. Y que canten los niños aquellos que sufren dolor, que canten porque han apagado su voz.

* Maestra y escritora