Empezó con el Me Too (Yo también) del Hollywood femenino más concienciado, dispuesto a no consentir ni media a productores y demás jerifaltes de bragueta inquieta, y se está extendiendo tanto y a tantos ambientes que ya es un clamor general. El mundo sexista, tejido de abusos y malos usos de la imagen de la mujer, a veces (pocas) ni siquiera malintencionados, solo fruto de la inercia social, está en vías de extinción. Al menos mientras dure este flujo creciente, y esperemos que imparable, de mujeres que reclaman el lugar que les corresponde por méritos y esfuerzo y además obtenerlo de forma cristalina, llegando a él sin soportar chantajes de ningún poderoso ni recurriendo a eso que algunos llaman con mucho retintín «armas de mujer», que por regla general suelen ser actuaciones en defensa propia. Solo con su trabajo, ejercido y remunerado en igualdad con el del compañero y no bajo un techo de cristal que frena ascensos e ilusiones, ni con el injusto racaneo empresarial que abre brechas salariales con la complicidad de los hombres, incluidos algunos feministas de boquilla.

También el cine español se ha mostrado beligerante en el fortalecimiento del papel en él de la mujer, y en la ceremonia de los Goya -con cierto folclore que restaba seriedad al asunto-- se pidió por activa y por pasiva guiones que abran en la pantalla a las actrices el abanico de posibilidades, más allá del rojo que esgrimían como guiño inculpatorio, y que crezca el número de las que ocupan puestos de dirección al otro lado de la cámara. Pero la marea reivindicativa se ha extendido a muchos más ámbitos, sobre todo a aquellos que venían empleando a la mujer como reclamo comercial o la usaban de florero, que son casi todos. O sea, fuera azafatas. La Fórmula 1 las ha prohibido, y detrás vendrán otros eventos deportivos cuyos dirigentes opten por lo mismo, quizá hipócritamente y forzados por las circunstancias. Pero el caso es que cada vez habrá menos minifalderas despampanantes poniendo morritos y lo que encarte al entregar la copa del triunfo al vencedor. La voz de alarma surgió hace unas semanas en la civilizada Londres, al trascender -con el farisaico escándalo mundial-- que en una cena de conspicuos hombres de negocios más que bussines lo que hubo fue veda abierta en torno a las chicas contratadas para amenizarles la fiesta. Desde entonces, no hay reunión pública en el mundo donde estén bien vistas las azafatas -ni siquiera en la vertiente seria de la profesión, que la tiene-, lo que da idea del hondo calado de la lucha contra la discriminación de la mujer, puesto que esa misma reunión de prohombres hacía tres décadas que se celebraba sin reparos. Y eso por no hablar de las grandes tartas con muñequita de carne y hueso como dulce relleno que coronan las citas de ejecutivos en las películas desde que se inventó la fábrica de sueños, o al menos la norteamericana, sin que a nadie pareciera importarle.

La guerra contra las actitudes machistas también ha llegado a Córdoba, o llegará en la próxima edición de la Feria, de donde el equipo de gobierno municipal se ha propuesto erradicar «el uso de imágenes que cosifiquen el cuerpo de la mujer, la denigren o la usen como reclamo publicitario». Y ha retocado las bases de las casetas para que quienes controlen el acceso a ellas -por norma abiertas a todo el mundo-- puedan dejar fuera a quienes luzcan ropas o símbolos que induzcan al sexismo.

Son buenas medidas siempre que no acaben castigando a la propia mujer, vaya a ser que, en el caso de la Feria, ninguna se atreva a ponerse el traje de faralaes por temor a liarla al ser considerada objeto de deseo. Confiemos en que reine la sensatez, no sea que pasemos del machismo a la sobreprotección asfixiante.H