Cuenta el Poema del Mío Cid, escrito hacia el año 1200, que las gentes de los pueblos decían cuando veían pasar al Cid camino del destierro que le había impuesto Alfonso VI de Castilla, «oh Dios, qué buen vasallo si oviera buen signore». Este sentir popular de los pobladores de la Castilla del siglo XII viendo pasar al caballero caído en desgracia de su rey tiene una aplicación cuasi universal. Generalmente la prosperidad o el letargo en que viven los pueblos no es precisamente debido a la idiosincrasia de los pueblos mismos, sino al estilo que sus gobernantes tienen de ejercer la autoridad y el poder. Y hablando de los gobernantes, no nos referimos exclusivamente a las personas que en un momento dado ocupan los cargos de la Administración pública, sino en general a lo que podríamos denominar las clases dominantes de una sociedad.

En cualquier sociedad existen colectivos que ejercen sobre el conjunto social una influencia determinante en el devenir de los acontecimientos. Los intelectuales, los universitarios, el clero, los empresarios, los líderes sindicales, determinan la estructura de la sociedad. Todos estos colectivos influyentes definen un marco global dentro del cual a cada individuo le está permitido hacer lo que es coherente con ese marco previamente definido, y le es prohibido lo que entra en contradicción con ese mismo marco. Evidentemente, las personas que ocupan los cargos públicos son uno de los colectivos influyentes, más influyentes quizás que otros, pero no son los únicos. Por ello, hablando del arte de gobernar, hemos de hacer referencia no solamente a los gobernantes estrictamente dichos, sino a todos aquellos que por diversas circunstancias tienen una cierta capacidad determinante de la estructura envolvente.

Si al principio hemos hecho una cita del Mío Cid, ahora haremos una referencia al teórico de la política más clarividente que ha existido. Tristemente clarividente, pero clarividente. Me refiero a Maquiavelo. El principio político de Maquiavelo se puede expresar muy escuetamente: no importa que el príncipe sea justo o piadoso, lo que importa es que el pueblo piense que el príncipe es justo y piadoso. Lo malo de Maquiavelo no es que opinase algo tan falto de ética como eso, sino que se atreviera a ponerlo por escrito, y recomendárselo abiertamente al señor de Florencia.

Puestos a hablar del arte de gobernar, y pensando en todos aquellos que por alguna circunstancia estamos en condiciones de influir de alguna manera en la configuración de la estructura de la sociedad, la primera reflexión que se me ocurre es determinar cuál es nuestra posición en la dialéctica predicar-escuchar. Soy consciente de usar unos términos que tienen una clara resonancia eclesiástica. Me hace la impresión de que en el colectivo clero tiene mucha más presencia la acción de predicar, de decir a los demás lo que deben hacer, que la acción de escuchar, recibir de los demás sugerencias sobre lo que se debería hacer. Pero los clérigos no son los únicos que predican más que escuchan. Lo mismo le ocurre a los cargos de la Administración pública, a los líderes de los partidos políticos, a los profesores de la universidad, a los operadores financieros, etc. Cada uno de ellos tiene su particular concepción de lo que es conveniente hacer y de lo que se debe evitar.

Por poner un mero ejemplo: en el mercado financiero operan agentes con poder de decisión sobre masas de ahorro muy importantes. Un operador financiero, que decide sobre dónde y cómo invertir los recursos de un fondo de inversión, tiene en su mano descapitalizar ciertas empresas y ciertas regiones retirando las inversiones hechas, o apoyar proyectos de inversión en otras empresas y en otras regiones. En esta decisión tiene lugar la dialéctica predicar-escuchar. Tomar la decisión en función de los postulados ortodoxos de la ciencia financiera (maximizar la rentabilidad y minimizar el riesgo) -esto sería predicar-; o, por el contrario, atender a las repercusiones que su decisión tendrá sobre las empresas y regiones afectadas (desempleo, subdesarrollo) -esto sería escuchar-.

Si nos hemos referido al clero y a los financieros, hagamos una alusión a los políticos estrictamente dichos. Estos se mueven en la dialéctica del corto y del largo plazo. Tengo la impresión de que un político en ejercicio tiene un horizonte perfectamente definido: ganar las elecciones en la próxima convocatoria. Es lógico que así sea. Un político, por definición, pretende llevar a término el programa que él considera beneficioso para la sociedad. La condición necesaria para llevar a término el programa es ganar las elecciones. Puesto que las convocatorias electorales tienen lugar cada cuatro años, se ve obligado a conquistar la benevolencia de los electores en este corto periodo de tiempo. Por otra parte, cualquier proyecto político de envergadura requiere más de cuatro años para ser realizado. Es así como, con bastante frecuencia, vemos a los políticos más preocupados por proyectos que tienen una realización corta que por proyectos que requieren una realización larga.

* Profesor jesuita