El abuso se da en todos los ámbitos de la vida, forma parte de lo peor del ser humano: el fuerte sobre el débil, el rico sobre el pobre, el ingenioso sobre el poco dotado, el compañero que se escaquea sobre el que no rechista y carga el doble, el empresario sobre el trabajador desesperado, el país poderoso sobre la colonia... La lista es interminable. Pero cuando el abuso se produce en un ámbito familiar contra niños y ancianos lo sentimos como si se hubiera roto una ley natural. Es como si esa acción destrozase los cimientos en los que se fue afianzando la humanidad desde que la tribu de monos avanzados dio un paso cualitativo en el mandato de supervivencia que portaba en sus genes, y además de cuidar a sus crías amplió la protección a otros que por sí mismos no hubieran sobrevivido en el clan. Los niños, el futuro de cada civilización, la mayor alegría de la vida. Los ancianos, nuestro propio futuro, lo que --con suerte-- seremos todos, necesitados de ayuda y de una sociedad protectora que no los excluya. Por eso, cuando nos enteramos de que esta semana en Córdoba se juzga a un padre que podría haber abusado sistemáticamente de sus hijos de 5 y 6 años, o se denuncia a una cuidadora del servicio de ayuda a domicilio acusándola de haber agredido a la anciana con deterioro cognitivo a su cargo, la indignación que se siente adquiere ribetes de desesperación, de una tristeza honda, impotente al pensar en los infinitos depredadores que acechan en lo privado.