El templo parroquial de san Miguel se convirtió, de pronto, en ágora de abrazos infinitos. Todo se había dicho ya en las páginas de los periódicos, en las redes sociales, en el libro de firmas colocado en la capilla ardiente, ubicada en el Ayuntamiento, donde el féretro con los restos mortales de Pablo García Baena era ya antorcha incandescente para las futuras generaciones, llama viva de un poeta eterno, recuerdo encendido para vislumbrar paisajes nuevos, latidos a estrenar y, ciertamente, un caudal inmenso de abrazos infinitos. Por eso, en mis palabras de su funeral, quise subrayar con fuerza, desde la orilla de la fe, esos «tres abrazos» con los que despedíamos a Pablo, o mejor, lo acompañábamos en su llegada a la Casa del Padre. El primero, un abrazo de amor y de cariño a su persona, conscientes de que a los seres queridos que se marchan de este mundo, solo podemos abrazarles cuando rezamos por ellos, porque nuestra oración se dirige a Dios y ellos se encuentran en el corazón de Dios. «La muerte no es algo que ocurre, sino Alguien que se acerca», es decir, «encuentro anhelado» con un Padre. Y por eso, «morir solo es morir, morir se acaba, morir es una hoguerra fugitiva, es cruzar una puerta a la deriva, y encontrar lo que tanto se buscaba», como proclaman los versos de Martin Descalzo. Pablo nos deja un precioso «testamento espiritual»: el de haber cumplido, «casi a la perfección», su misión de poeta, y el de haber derramado siempre los preciosos aromas de la sencillez, la ternura, la bondad, la fe y el amor. Amor entrañable a su familia; amor lírico a su Córdoba del alma; amor cofrade a sus imágenes preferidas: la del Remedio de Ánimas y la de la Virgen de los Dolores. Pablo fue un hompre profundamente bueno. Un segundo abrazo brilló en su funeral, el abrazo de todos nosotros a sus familiares, «ángeles de la guarda» para Pablo, tantos años. Y el abrazo de una esperanza infinita. Albert Camus definía al hombre como «un extranjero sin pasaporte en un mundo glacial». Los creyentes lo contemplamos, desde la orilla de la «filiación divina»: «Somos hijos e hijas de Dios, llamados a la plenitud de nuestra existencia, en la intimidad con Dios», saboreando las palabras más bellas que pronunció Cristo: «Yo soy la resurrección y la vida». Con estos tres abrazos, depedíamos a Pablo, cordobés siempre, poeta eterno, hermano y amigo.

* Sacerdote y periodista