Un día de vacaciones, al volante de mi coche, me dirigí a un pueblo cercano. Aparqué al pie de una iglesia de puertas abiertas y repleta de gente. Sentada cerca del altar, olor a nardos, recuerdos y nostalgias de otros tiempos. Regresé pronto al presente de mi coche que, con dos ruedas pinchadas, me aguardaba. Y mis nostalgias y proyectos se tornaron súbitamente en ansiedad e impotencia. Un hombre de a pie, grueso, colorado, sudoroso, se me acercó: «no se apure, señora --exclamó--; ya mismo está su coche en marcha». Bártulos en mano, y... «¡ea, ya está!». En mis ojos unas sentidas lágrimas de alegría y agradecimiento. Apenas dije algo, pero él, prosaico, elemental..., se me acercó y echándome un brazo por encima, me apretó junto a su basto cuello. «¿La llevo a su casa?». Fue aquel, creo, el mejor abrazo de mi vida. Y hoy, tras imágenes estos días en la tele, he vuelto a recordar aquel insólito abrazo, porque había en pantalla muchos abrazos con motivo de mítines políticos, pero hubo uno que me dejó sin saber qué hacer: ¿reír o llorar? Se trataba de un pobre hombre anciano que, en primera fila, fue objetivo de las cámaras que seguramente con la profesional picardía lo enfocaban una y otra vez. Sí, porque era, entre la multitud, al que los políticos de todos los colores, abrazaban sin dejar de mirar a las cámaras y sin escuchar su torpe balbuceo, expresión, de sus necesidades y deseos. ¡Qué pena sentí!, porque yo sí adivinaba el color de sus palabras: pensión, medicinas, dependencia, etc. Tanta gente mayor que sufrieron una cruel posguerra, que carecieron de todo, que trabajaron en pésimas condiciones, que levantaron a España, hoy, sin apenas palabras ya, les queda cuello para que los políticos se hagan la foto cada vez que precisan su voto. «Hermoso fue abrazarte en la mañana;/ aquella ingravidez de altas espigas». V. Aranda.

* Maestra y escritora