El día de la investidura de Mariano Rajoy pasará a los anales de la historia de la democracia española. Pero no porque el político gallego siguiese siendo presidente del Gobierno sino porque los grupos parlamentarios del PP y de Ciudadanos se levantaron al unísono para arropar con sus aplausos a los diputados del PSOE, que habían sido humillados y ofendidos por los diputados de extrema izquierda, de Podemos a ERC pasando por Bildu.

O, dicho de otro modo, se evidenció la estatura moral del bloque constitucional frente a la del frente populista: los defensores de la Constitución del 78 y de la democracia liberal contra los que pretenden romper la nación española y destruir los valores que fundamentaron la reconciliación de los que un día fueron enemigos mortales y acabaron siendo amigables adversarios.

En el edificio del Congreso hay dos pinturas que simbolizan como ninguna otra lo que ha significado España en el ciclo 1978-2016. Una es El abrazo de Juan Genovés que se puede admirar en el mismo vestíbulo. En 1978 los españoles dudaban si acabarían a tiros o a besos. Algunos, de los sicarios de los comandos ultraderechistas a los pistoleros de la banda nacional-comunista ETA, eligieron la dialéctica de las pistolas. Pero, sin embargo, la mayor parte de los españoles, de la derecha de Fraga a la izquierda de Carrillo, pasando por el centro derecha de Suárez y los socialdemócratas de González, optaron por la reconciliación y la amnistía. De ahí la fusión de voluntades que Genovés plasmó en la tela, donde todos los protagonistas encuentran a alguien con quien celebrar la emergencia de una nueva sociedad abierta, salvo una señora a la derecha que está abrazando, como explicó el propio artista, al futuro que se abría entonces para los españoles de bien.

La otra pintura está formada por los retratos que cuelgan en la «sala Constitucional» de los siete padres de la Constitución, los especialistas jurídicos de las diversas opciones mayoritarias que redactaron la Constitución. Del conservador Fraga al comunista Solé Tura pasando por el nacionalista Roca Junyent diseñaron un Estado Social de Derecho en el que caben todas las interpretaciones políticas que no traspasen las líneas rojas de la violencia y el insulto.

Esas líneas rojas están siendo traspasadas un día tras otro por la extrema izquierda. Son reveladoras las palmaditas en la espalda con las que Pablo Iglesias felicitó a Rufián, de ERC, y Matute, de Bildu, tras sus ataques vitriólicos, desaforados e indignos contra el PSOE. Mientras se sucedían los portavoces de la ultraizquierda en el acoso y derribo a lo que queda de los socialdemócratas, hundidos por sus contradicciones internas, en el exterior del Congreso una manifestación antisistema se preparaba para escrachear a los representantes libremente elegidos de la soberanía popular. A una política de Ciudadanos le lanzaron una botella pero Teresa Rodríguez, líder de Podemos Andalucía, se negó a condenar dicho hecho en una entrevista en una televisión, reduciendo el ataque a una mera «anécdota». Le parecería más paradigmático y categorial, cabe conjeturar, si se la hubiesen lanzado a ella... Además, se negó a reconocer legitimidad al recién investido presidente del Gobierno, como si los ocho millones de votos que cosechó, así como los millones de los otros partidos que le apoyaron en el Parlamento, no valiesen nada porque para su mentalidad maniquea y simplista solo los de aquellos que consideran «gente» son válidos.

Lo que no pueden ganar en las urnas electorales, los grupos de extrema izquierda tratan de usuparlo en las calles. En 1976, con el espíritu de Franco todavía presente en la vida política española, Fraga hizo famoso un exabrupto afirmando «La calle es mía» ante las peticiones de los sindicatos para celebrar la fiesta del trabajo. Cuarenta años después, algunos, como el podemita Juan Carlos Monedero, pretenden que «el miedo cambie de bando», para lo que tratan de hacerse los dueños de la calle mediante la intimidación y el acoso. Ya lo han conseguido con las universidades, donde asaltan capillas con la consigna «Arderéis como en el 36» e impiden que pueda hablar cualquiera que no se preste a sus dogmas, como le ocurrió recientemente a Felipe González.

En 2016 nos estamos jugando que triunfe el espíritu de la reconciliación nacional que simbolizó el aplauso espontáneo a los socialistas por parte de sus adversarios políticos, discrepantes desde el respeto y el fair play, o el discurso del odio de todos los que conciben la política desde la dialéctica de los puños a los enemigos (del PSOE, por ejemplo) y las palmaditas en la espalda a los amigos (de Bildu, sin ir más lejos). Hemos de conseguir que triunfe el abrazo de los nobles y no el de los osos.

* Profesor de Filosofía