Una de las claves del mantenimiento del orden patriarcal es la consideración de las mujeres, es decir, de la mitad de la ciudadanía, como menores de edad. Necesitadas siempre de la tutela de un varón que hable por ellas y de unas estructuras jurídico-políticas que, bajo el pretexto de su protección, reduzcan al mínimo su autonomía. Una concepción que es fácil detectar en muchos de los discursos imperantes en esta era posmachista que nos ha tocado vivir. En esa negación de la capacidad de las mujeres para decidir sobre su proyecto vital se alían además fundamentalismos políticos y religiosos, de manera que vuelven a confundirse interesadamente pecado con delito, ética cívica con moral particular y dogmas de fe con razón compleja. Ante este panorama debería resultar más evidente que nunca que no hay mejor garantía de los derechos de todos, y muy especialmente de las mujeres, que desde una concepción laica y republicana de la democracia.

El proyecto de ley de protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada, cuyo título habla por sí solo, es el mejor ejemplo de las dos transiciones que todavía están pendientes en nuestro país. La primera la que aún no nos ha permitido forjar una ética cívica, apoyada en los valores constitucionales y en los derechos fundamentales, y desligada de morales particulares que en una democracia no pueden imponerse a la totalidad. La confesionalidad encubierta del Estado y la complicidad de los dos grandes partidos con la jerarquía eclesiástica sigue siendo un lastre para un ordenamiento que deberían garantizar la pluralidad de cosmovisiones y, por tanto, ser un amplio marco para que cada cual desarrolle libremente su personalidad. En segundo lugar, nuestro país y con él sus instituciones sigue mostrando con frecuencia las fauces del patriarca que continúan dominando el orden cultural y ocupando mayoritariamente el poder. De ahí las permanentes dificultades todavía de las mujeres para ejercer con plenitud la ciudadanía y la fragilidad de unas conquistas por las que es necesario pelear diariamente.

Es curioso como en casi todos los debates a los que he asistido sobre la regulación del aborto ha habido algún varón que ha reclamado un mayor protagonismo en la cuestión. A estos hombres tan preocupados por la reproducción de la especie y por su rol de potenciales padres, habría que convencerlos de que nuestro compromiso debería situarse en la defensa de los derechos de nuestras compañeras. De su libertad ideológica, de su capacidad de autodeterminación, de su libertad sexual y reproductiva, de su derecho a decidir sobre su maternidad. Desde su consideración como sujetos titulares de derechos y no víctimas tutelables, mayores de edad y no menores atadas por sus condiciones biológicas. Algo que además parecía bien claro en nuestro país desde que en 1985 el Tribunal Constitucional distinguió entre la protección del bien jurídico "nasciturus" y la de la mujer cuyos derechos prevalecen en determinados casos. Una persona a la que ni siquiera se le puede exigir una carga mayor de la habitual como la que supondría tener un hijo con unas condiciones de vida indignas.

A todos los ciudadanos demócratas de este país, con independencia de su moral particular, debería como mínimo sorprender la reapertura de un debate que la sociedad española había zanjado y que con la regulación del 2010 había alcanzado unas dosis bien equilibradas de garantía de los derechos y los bienes jurídicos en conflicto. Reabrirlo para poner en duda lo que jurídicamente estaba consolidado y, sobre todo, para cuestionar la autonomía de las mujeres, debería ser motivo para que todos y todas nos rebelásemos contra unos representantes que viven más cerca de los púlpitos que de la calle. Convencidos de que la reforma Gallardón supone un ataque frontal al estatuto de ciudadanía de las mujeres y, por lo tanto, una bofetada eclesiástica al rostro hoy cada vez más maltrecho de nuestra democracia.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO