Hoy es el cumpleaños de un hombre que me ha enseñado a ser parte de lo que soy. Él es partidario de la discreción, así que no voy a darle el día poniendo el nombre en el artículo. Pero somos el resultado no solo de las opiniones que recibimos, de las críticas y los consejos, sino de lo que vemos con nuestros ojos. Mis errores son míos, pero en ese sentido he sido y soy un privilegiado. También vamos desestimando ejemplos, cercanos o tardíos, como hacemos con las lecturas o las películas: cuando un autor o autora no nos gusta, tras haber insistido, lo dejamos atrás. Somos el resultado de lo que cogemos, pero también de aquello que vamos arrojando, con no poco esfuerzo en muchos casos: cuesta menos trabajo incorporar que dejar de ser, es más difícil encontrar dentro de nosotros la posibilidad de ser otro que dejarse arrastrar por lo que somos. Con las personas que están de una manera u otra a nuestro lado, durante años o en fulgores más o menos esporádicos, también vamos recibiendo un relato y ejemplo permanente de actos. Hace solamente unos días vi cómo un hombre que estaba a punto de coger un tren se tiraba de cabeza para sacar a una anciana que había quedado atrapada entre unas escaleras mecánicas. Cuando se incorporó, tenía la cara cubierta de sangre, porque se había clavado los dientes de las escaleras. No hacen falta modelos tan extremos para definir una personalidad, pero al verlo levantarse supe que ahí había una manera de entender la vida. Quizá mi única virtud haya sido tener siempre los ojos muy abiertos y, ahora que tengo un amigo de dos años y cuatro meses que los abre incluso más que yo, comprendo que es una manera de estar en el mundo. Me gusta cumplir años y verlos cumplir a los que amo. Somos nadadores contra la corriente y no hay distancia imposible si asomo la cabeza y te encuentro conmigo. Seguiremos nadando en las aguas dormidas, en esa lentitud amplia de voces que siempre nos abrigan y protegen bajo el sol de la tarde.

* Escritor