Con independencia, perdonen el término, de lo que ocurra el próximo 1 de octubre en Cataluña con la celebración del referéndum ilegal, el daño ya está hecho. Aunque los constitucionalistas saquen ahora músculo de unidad y contundencia legal, y por mucho que los separatistas comentan errores en una estrategia atropellada como saltarse su propia normativa en la aprobación de las leyes de referéndum y desconexión, o la presión sobre los poderes locales catalanes, o la aparición de Arnaldo Otegui como icono de libertades, en una Diada sectaria y manipulada por el SÍ. Habrá que articular de nuevo espacios de una convivencia posible, que será inviable dentro de un escenario de frentismo y de visceralidad, y que requerirá sentido común, paciencia y no poca generosidad.

Al margen de lo que ocurra el día de los Angeles Custodios, lo que gran parte de la sociedad civil se pregunta estos días es cómo hemos llegado a esta situación tan grave. Sin quitar mérito a los verdaderos protagonistas, a quienes retuercen la ley, confunden la historia y se saltan a piola las normas, no podemos perder de vista que se han cometido graves errores por parte de los poderes del Estado y sus dirigentes, los pecados capitales que debemos atajar, en acto de contrición y con propósito de enmienda. El primero fue reconocer en nuestra Constitución nacionalidades y territorios de diferentes categorías, comunidades de primera y segunda velocidad, regiones más históricas que otras, competencias más amplias para unos que otros, lo que implica cierto subjetivismo y complejos de superioridad inmerecidos, y que a día de hoy sirven para alimentar el conflicto catalán y vasco y que, algún Secretario General aún no sepa -de paso-- cuáles son esas regiones históricas. Estando bien concebido el régimen de las autonomías y debiendo reconocer los hechos diferenciales culturales y lingüísticos, el añadir nacionalidades nos ha creado un avispero de compleja solución. El segundo pecado capital ha sido una Ley Electoral General que consagra una sobre representación parlamentaria a los partidos nacionalistas, por lo que el voto de un ciudadano catalán o vasco no tiene el mismo valor que el de otro ciudadano en el resto de España, facilitando la creación de grupos parlamentarios nacionalistas que han extorsionado sin límite al Estado en una carrera desenfrenada y miope. El tercer pecado ha sido consentir sistemáticamente la inaplicación de leyes y sentencias en Cataluña, como por ejemplo en lo referente a la enseñanza del español en los colegios públicos, y la tergiversación de la historia en los libros de texto. El cuarto pecado ha sido el mercadear con la constitucionalidad de las leyes, como vimos antes del verano en la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, donde el gobierno retira el recurso contra leyes vascas que estimó era inconstitucionales a cambios del voto de los nacionalistas vascos, por lo que muchas leyes autonómicas no se rigen por criterios de legalidad sino de oportunismo político. El quinto es mirar para otro lado cuando se han abierto representaciones de Cataluña en el exterior, o se ha permitido que la televisión autonómica secuestre la pluralidad, o se ha tolerado que los signos independentistas contrarios a la ley se exhiban en estadios, o que la propia corrupción bochornosa y descarada de los nacionalistas del 3 % se tapara de forma reiterada. El sexto ha sido la pasividad ante el referéndum pasado del 9N que hubiese exigido mayor respuesta del Estado. Y el séptimo ha sido la falta de iniciativa, de sinergias, de vender la marca España no sólo fuera de nuestras fronteras sino también dentro de las mismas. De aquellos barros vienen estos lodos. Las leyes se pueden cambiar, pero los sentimientos es más complicado. Con todo, la solución antes del 1-O es imposible, y el día después, inevitable.

* Abogado