Veinte rostros sin nombre descienden de un avión y España dulcifica su agrietada conciencia. Ya sé que ahora estamos de Feria y de alegría, pero es alucinante que lleguen 20 refugiados a Madrid y estemos encantados de habernos conocido. Las dos cosas son graves: que desde diciembre de 2015, cuando el Gobierno autorizó la entrada de 18 solicitantes de asilo, no se haya admitido a nadie más, y que nuestro ministro de Interior se muestre orgulloso, porque «Como no podía ser de otra manera» España cumple con su deber. ¿En serio? Si el Gobierno se comprometió a reubicar entre 2016 y 2017 a casi 16.000 refugiados desde Líbano, Turquía, Italia y Grecia, y al día de hoy llevamos únicamente 38, esperando llegar --ya lo veremos-- a 586 en julio, como mucho estaríamos en el 3,6% de ese compromiso. Es decir: casi nada. Y esto es lo alarmante, el latigazo eléctrico en la sien: que ante la mayor crisis de refugiados de la historia reciente, hacinándose no frente, sino en nuestras fronteras, España acoja a 38 y encima esté satisfecha, con ese deber ético en la sangre apaciguado con normalidad. Pero en esto vivimos, en toda esta anestesia hacia lo ajeno como una punzada en la retina. Ocho niños, cinco mujeres, siete hombres, procedentes de Siria y de Irak. Hasta aquí hemos llegado. Mientras, el presidente de Valencia, Ximo Puig, denuncia que el Gobierno central bloquea su iniciativa del «barco de la solidaridad», sufragado por los valencianos, con capacidad para traer a 1.400 refugiados y «atracado por el bloqueo insolidario» del Ejecutivo central: un perro del Hortelano, que ni acoge ni deja acoger. La cuestión es si estamos ante una política de Estado, más o menos ruin, más o menos torpe, egoísta y miope, o ante un rumbo social que tristemente nos define. ¿De verdad somos esto? No es solo que mañana pueda tocarnos a nosotros, sino algo más profundo: estamos permitiendo un campo de exterminio en las puertas de Europa y nuestra conciencia está tranquila.