Si pudiera me marcharía de este país en los próximos dos meses. Será insoportable aguantar una campaña electoral que realmente no ha cesado desde el pasado otoño. No habrá quien soporte el juego de culpas, el postureo mediático y la repetición de unos argumentos que son tan débiles como los líderes que se empeñan en mantenerlos. Llevo meses que al despertar y poner la radio tengo la sensación de hacerlo en el mismo día, como el protagonista de Atrapado en el tiempo . Viendo como se repite una y otra vez el día de la marmota.

Más allá de la indecencia que supondrá el gasto excesivo de una campaña que no aportará nada nuevo, las ciudadanas y los ciudadanos nos enfrentamos a la perversa paradoja que supone que los candidatos sean los mismos que han fracasado en la gestión de la encomienda que como electores les dimos. Es decir, se supone que tendremos que dar nuestro voto a unos individuos --y escribo en masculino porque estos meses han sido un buen ejemplo de cómo el poder sigue en manos del patriarca-- que han demostrado su frágil liderazgo, su incapacidad para el diálogo y la negociación y, lo que es peor aún, su carencia de un proyecto de país que sirva para orientar la acción política en los próximos años. Durante meses hemos asistido a una permanente ceremonia de egos más pendientes de las cámaras que de nuestro futuro y para los que ha parecido que pesaban mucho más los intereses personales y partidistas que los de una ciudadanía cada vez más cabreada. Las que nos vendieron como las elecciones del cambio, las que incluso algunos se aventuraron a calificar como el inicio de una segunda transición, solo han servido para certificar que el bipartidismo, si bien está herido, no ha muerto y que nuestro sistema constitucional pide a gritos una revisión que nos permita salir del callejón sin salida en el que estamos. Un objetivo que obviamente reclama unos políticos con mayor altura de miras y que no confundan la vida pública con un plató de televisión. Y hablo en masculino porque ellas, las políticas, continúan siendo invisibles y apenas pintan nada en una vida pública cuyas reglas son marcadas por ellos, tan encantados de haberse conocido y con tan poca capacidad de autocrítica. Convencidos, al parecer, de que son imprescindibles y de que con corbata o con coleta representan legítimamente la universalidad.

La que se publicitó como nueva política ha demostrado ser tan vieja como la de siempre, incluso más. Los partidos han vuelto a demostrarnos que siguen encerrados en dinámicas oligárquicas, en personalismos enfermizos y en unas estructuras verticales que los alejan de una realidad que demanda eficacia y convicciones. Justo de lo que adolecen unos líderes que se han comportado como los peores de la clase, dando buena muestra no solo de la liquidez de sus propuestas sino también de la endeblez de unos liderazgos construidos pensando más en el sujeto que ve la tele que en el que piensa.

Mientras tanto, la corrupción ha continuado enseñándonos sus vergüenzas, la desigualdad ha seguido creciendo para deleite de los poderosos y con dolor de los más vulnerables, y las noticias han certificado que unos cuantos espabilados se han enriquecido a costa de quienes hemos soportado el látigo del Estado y la responsabilidad ética que implica ser buen ciudadano. Ante este panorama, parece más que lógica la indignación creciente de una ciudadanía que tal vez debería votar masivamente en blanco, como sucedía en el Ensayo sobre la lucidez de Saramago, para así provocar que el sistema salte por los aires. Me temo sin embargo que nuestra proverbial cobardía y el miedo que nos meten en el cuerpo los púlpitos, nos llevarán a volver fieles a las urnas. Tal vez soñando con que de ellas salga al fin la marmota. Atrapada como está por el magma pegajoso de la testosterona en un círculo vicioso del que solo saldremos mediante una revolución.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO