Del 2018 espero que nadie me ponga una pegatina en el pecho para decirme lo que soy. Vivimos en un mundo exterior sin matices, con una polarización cada vez más tangible, disparada y disparatada entre extremos palpables de sombras radicales. En los últimos tiempos digitales y urbanos, la construcción -por llamarla de alguna manera- intelectual ha venido a ser la siguiente: si estás a favor de tal o cual medida eres de los nuestros, un gran tipo, comprometido y combativo en la mejor expresión del término; pero si estás en contra -aunque en otras cuestiones podamos pensar igual, o estar más cerca- eres un traidor, un facha o un fascista. No hay tonos intermedios, no hay destellos grises en la composición -o descomposición- de nuestra realidad, y los insultos se usan, en demasiadas ocasiones, con una pretensión de contenido que poco o nada tiene que ver con su significado. El tema es el siguiente: hablamos de un mundo sin matices, sí, pero exterior; porque si nos detenemos en el interior de la vida que se toca y se huele, se canta y se respira, el asunto es distinto. Por mucho que unos cuantos estén dispuestos a entregar carnets de izquierda pura en cuestiones tan distantes como la independencia de Cataluña, el cambio del nombre de unas calles o el derecho al aborto, cada uno de nosotros tiene derecho a reclamar su condición insular de barca a la deriva, que marca un sentir propio sin casarse con nadie, más que con la conciencia propia, aunque nuestro alrededor ruja entre certezas panfletarias y exigencias de disciplinas morales absolutas.

Ninguna realidad puede explicarse con un solo color: ni la política, ni la vital ni la literaria. Ni siquiera la poética. Desconfiad de quien os diga: hay una línea a seguir, y es la única buena. Puede haber verdades más o menos troncales, como el respeto a la legalidad que nos rige y condiciona, con sus cauces jurídicos para la expresión y la acción de la divergencia. Pero la pretendida uniformidad de un mensaje o de otro, ese estremecimiento de los días coronados de citas históricas en las que solamente hay dos posiciones frente a lo que sucede, no deja de ser un trampantojo de la respiración de las cosas. Pero estamos en esto, porque demasiada gente, demasiada, ha descubierto en las redes sociales un campo abonado de miseria para repartir certificados de civismo o nepotismo, de fascismo o democracia, hasta de aventada lucha en pro de la república española o de franquismo recalcitrante: están ahí, los conocemos de siempre y creen tener la facultad de decirnos a cada uno quiénes somos, con absoluta certeza, por mucho que nosotros pensemos otra cosa. Por ejemplo: escribo «por mucho que nosotros», en lugar de «por mucho que nosotros y nosotras», y ya escucho ciertas voces soterradas, planteamiento machista, excluyente de la condición femenina con su hetero patriarcado totalitario. Ante semejante etiquetación, poco importará que en los últimos veinte años hayas escrito centenares de artículos denunciando el terrorismo contra las mujeres, llegando incluso a ser premiado por ello: da igual. Si ahora alguien cree detectar un tufillo machista en el coletazo de una frase y se empeña en difundirlo, habrá una multitud de gente encantada de señalarte con el dedo y definirte en tu nueva condición.

Pues bien, que se queden en sus casas frente a su pantalla -o cuota- de realidad y se metan ese dedo acusador por la cavidad intelectual o metafórica que gusten: ni es mi guerra, ni es la guerra de la mayoría de la gente con dos pulgadas de frente. La vida no se puede compartimentar en bloques de opinión, y no necesitamos ninguna legión de guardianes de la moral pública para que nos miren fijamente y nos aclaren qué somos. La riqueza del cuadro es superior, en la mayoría de las veces, al rótulo que lo nombra. Y esta gente no pasa del rótulo: fascista, machista, españolista opresor y ya. Y lo mismo podría decirse en el sentido contrario. Es cierto que uno, cuando opina, de alguna manera siempre acaba moralizando. Pero asumido el riesgo, digamos que se trata -o puede tratarse- de intentar comprender la realidad en algo más complejo que dos bandos más o menos artificiales en los que todo cabe. Porque no todo cabe, porque no todo puede asimilarse en una posición previa. No todas las cuestiones de la vida pueden irse integrando en un discurso extremado de izquierda o de derecha, porque la propia vida es más compleja. Que el 2018 emborrone estas etiquetas y sea también el año en que empecemos a escucharnos.

* Escritor