Aquel 11 de marzo la historia recobró su aliento bronco, se empezó a reescribir con renglones torcidos de turbiedad latente. Ninguno de nosotros, especialmente los que vivíamos en Madrid, seguimos siendo los mismos después de aquel estruendo, después del gran silencio deshuesando las vías de su lenta osamenta. Si terrible fue el acto, si salvaje el recuento de cuerpos desprendidos de su movimiento, con la metralla intacta, detenida en los ojos, entre los vagones retorcidos, no fue menos oscuro el desarrollo agreste del relato político. Ahora, en este día, es mucho más fácil comprobar que el fuego que quemó la luz de Atocha, ese invernadero de nieve entre sus troncos, el Pozo del Tío Raimundo y otras latitudes de Madrid, ha estallado también en Londres, en París y en Niza, como antes en Nueva York y luego en Boston. Ahora queda claro, para quien desee saberlo, más allá de teorías delirantes, que el yihadismo es una amenaza para quien desee convivir en libertad: que anhele, o sea, una verdadera convivencia en igualdad de ley, de hecho y de derecho, entre mujeres y hombres, entre el Islam y otras religiones, entre homosexuales, lesbianas y heterosexuales, en una igualdad rica que a todos nos libere con su normalidad. Sin embargo, tras aquel atentado, nos estuvieron martilleando con la teoría de la conspiración, que aún perdura en algunos ingenios más partidarios del discurso siniestro que de la verdad aplastante. El mundo está librando una confrontación silenciosa, que aquí llega poco, más allá de alguna detonación cercana. Y atención: el feminismo es la única ideología del futuro. Porque todo lo que sea defender la plenitud jurídica entre mujeres y hombres, es la negación del radicalismo islámico. En esto estamos, en esta encrucijada: no solo -que también- en desiertos lejanos, sino a la vuelta inmediata del camino. Aquel 11 de marzo, tras el golpe frontal contra las democracias, se empezó a reescribir un futuro común, con manos de mujer.

* Escritor