Todos los ojos depositados en Marc Márquez. Todas las miradas dirigidas a la fabulosa Ducati GP15. Todos los sueños esperando ser representados en la noche catarí, bajo millones de watios de luz, con la humedad palpándose en las manos, con la arena acariciándote el rostro. Todos creyendo que Márquez se vengaría de la ofensa protagonizada por Andrea Dovizioso y su moto voladora. Todos sabiendo que o ganaba Márquez, el bicampeón valiente, intrépido, o vencía la revolucionaria máquina italiana.

Las mil torres llevaban horas calentando el circuito. Los miles de focos llevaban un buen rato preparando el ambiente, haciendo que las máquinas brillaran más que nunca. En efecto, ese escenario exótico pero precioso, único, original, iniciático, no solo merecía una carrera a la altura de este Liceo nocturno sino que necesitaba un vencedor de época, un ganador histórico, un tipo que convirtiese el Mundial, en su primer gran premio, en toda una gesta. Ahora sí vale dinero ganar este título. Porque ha sido, fue y será el más grande el que ha puesto precio de oro, platino y piedras preciosas a este cetro universal.

Porque fue el mismísimo Valentino Rossi, el Doctor, el abuelo, aquel que muchos llevan años jubilando, quien convirtió el debut 2015 de Márquez en una tortura; quien hundió, de nuevo, en la miseria a Pedrosa; quien arrinconó, una vez más, a su colega de box Jorge Lorenzo, en la última curva traidora del trazado de Losail y quien, por obra y gracia de su maestría, de su valor, de su determinación, de su paso al frente, convirtió el resurgir de Ducati, la marca que jamás le dio una moto ganadora, en la mayor de las vendettas, pues fue el dios Rossi quien impidió que la firma de Borgo Panigale repitiese el éxito, la locura, el éxtasis que Ferrari, sus colegas de Maranello, habían conseguido, no muy lejos de Catar, en

Malasia, al derrotar y humillar a la todopoderosa Mercedes.

El bautismo del Mundial no pudo tener ni mayor sorpresa (Márquez se despistó en la primera curva del circuito, se abrió y regresó último a la pista) ni más tormentoso final. El nen de Cervera buscó la heroicidad, pero ya no están los tiempos como para borrar cinco segundos en 20 vueltas a los mejores, que ya son muy buenos, mucho, y poseen ya máquinas tan bestias como la moto alada del tetracampeón catalán. Así que el bicampeón más joven de la historia se volvió loco y pasó del 20 al quinto en 10 vueltas. Y ahí se quedó. Viéndolos, pero no tocándolos.

Puede que fuese Márquez el espectador más privilegiado de esa noche, el hombre que vivió en primera fila lo que Rossi hizo con sus compañeros de viaje. Primero los alcanzó, luego los tanteó, hasta llegó a jugar con ellos y, tras dejar agotado a Iannone y relegar a Lorenzo, decidió jugársela a Dovi, el colega que lucía, exprimía y disfrutaba de la moto que Ducati le negó a él en el pasado.

Hubo adelantamientos prodigiosos. Muchos, sí, al final de la inmensa recta, donde los caballos de la roja lucieron impresionantes bajo los focos de Losail. Pero también, también hubo adelantamientos a lo Rossi, a lo pilotazo, a lo Dios, a lo Doctor, aquellos en los que el padre de todos protagonizaba interiores imposibles y roces cariñosos para, al final, en la penúltima vuelta ganar la madre de todas las batallas. Luego, sí, hubo quien pensó que la caballería de la roja acabaría apareciendo en la recta final, en los últimos 200 metros. Pero el dios de la velocidad, el campeonísimo que los focos y alguien más habían escogido para protagonizar el despegue del que ya es el mejor campeonato de las últimas décadas, supo esconderse como un bambino tras la cúpula de su Yamaha y convertirse en el vecchio bastardo que siempre fue.

Ganó viniendo desde atrás. Ganó con las mejores armas que existen: habilidad, sabiduría, valentía y coraje. Ganó iluminando el Mundial. Como siempre ha sido.