El domingo 17 de mayo la capital de España se conmovió con una de las más numerosas manifestaciones de su historia. No, no fue para rechazar el golpismo separatista de una minoría catalana insolidaria y racista, protesta que hubo de suspenderse meses antes, dicen que por la ausencia... de buen tiempo, mientras a centenares de metros se realizaba otra multitudinaria de ancianos pensionistas. Tampoco se debió a la condena esta semana, por primera vez en la historia, al partido gobernante, por corrupción, que apenas había reunido unas docenas de personas para protestar ante su sede. Ni quiera respondía al deseo de denunciar la desvergonzada incoherencia del jefe de otro partido, que ese día conseguía en una consulta que dos tercios de los militantes de su partido le prefirieran a su pretendido ideario. No: esa inmensa movilización ciudadana, menospreciando esos trágicos y simultáneos problemas de Estaña, se dedicaba a celebrar entusiasmada la victoria, por tercera vez seguida, del equipo local de fútbol, ahora en Kiev. En su tumba, alguien sonrió satisfecho: lo había dejado todo atado y bien atado.