Olía a salitre y a sal, abrazarlo era como entrar en el mar y dejarte envolver por las olas. Cada tarde lo observaba surfear, despreocupado, sonriente, como si el verano fuese una estación eterna, como si siempre fuésemos a tener 20 años..., pero septiembre se acercaba y una sensación de final empezaba a hacer mella en mí, el otoño se instaló en mi interior y dejé de disfrutar el presente.

Lo evitaba, aunque a veces no podía evitar encontrarme con su mirada interrogante, se merecía respuestas, pero yo solo tenía miedo y dejé pasar los días sin vivirlos, sin disfrutarlos... La última tarde bajé a la playa, sabía donde encontrarlo, habíamos compartido muchas puestas de sol y allí estaba, sentado sobre su tabla, con el torso desnudo y el pelo revuelto. Nunca olvidaría aquella imagen, para mí siempre sería la postal de ese verano. «Es preciosa ¿verdad?», dijo mirando la puesta de sol. «Lo es». «Pues te has perdido muchas». No supe qué contestarle, tenía razón, me había perdido muchas cosas los últimos días. «Tenía miedo». «¿A vivir?». «A tener que decirte adiós». «Entonces puedes estar tranquila, hace días que te fuiste». Cogió su tabla y se adentró en el mar, aspiré su olor por última vez y me prometí no dejar que el miedo me impidiese vivir nunca más, me senté en la arena y disfruté de la puesta de sol y de él, aunque un fuerte dolor en el pecho apenas me dejaba respirar.