Honor, honra, son palabras que van cayendo en desuso y se han ido sustituyendo por otras, como derecho a la intimidad o presunción de inocencia. Pero en el siglo XVI las manchas del honor se dirimían en los duelos de armas entre caballeros. La mujer podía perder su honra al tener relaciones extramatrimoniales (para colmo, deshonraba al marido que era el importante). Este siglo se caracterizó por la degradación de las instituciones eclesiásticas. El escándalo más grande fueron las bulas pontificias (perdonar los pecados, comprar la salvación mediante dinero) durante el papado de León X. En 1517, hubo, sin embargo, un teólogo agustino, Martín Lutero, que tuvo, la osadía para unos, la valentía para otros, de enfrentarse a esa corrupción, clavando sus famosas 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, dando lugar a lo que se conoce como La Reforma. Se quiera mirar como se mire, propició una revolución en el pensamiento religioso, una nueva visión del mundo, facilitando la relación del hombre con Dios por medio de la oración, haciéndola más directa, prescindiendo del papel protector que la iglesia tenía. No cabe duda que favoreció una apertura, una evolución y un desarrollo en todos los campos. En el mundo católico, Lutero fue deshonrado, injuriado, fulminado con la excomunión y catalogado como hereje. En estos tiempos convulsos que vivimos, donde también la corrupción puede impregnar a ciertas altas capas de la cúpula eclesial, no al pueblo noble y sencillo, hay también un hombre sincero y humilde, el Papa Francisco, que está haciendo exactamente lo mismo que hizo Lutero, y además, siguiendo los principios de la caridad cristiana, rehabilitando su fama quitada, reparando su honra. Es imposible pensar que la tarea que se ha echado sobre los hombros pueda llevarla a cabo sin una asistencia divina.