El pasado 5 de agosto de 2017, poco más tarde de las diez de la noche, estaba tumbada en el suelo de mi casa, costumbre que suelo tener en verano para soportar las altas temperaturas, viendo el Campeonato del Mundo de Atletismo.

No soy experta, ni mucho menos, en este deporte, ni he llegado jamás al alcanzar la gloria que dicen que sienten los deportistas que son elegidos para ocupar la más selecta élite mundial. Sin embargo, creo que no me han hecho falta ninguna de las dos cosas para valorar lo que observé tras celebrarse la final de los 100 metros lisos, prueba que ha dominado sobradamente el simpático jamaicano Usain Bolt en los últimos años.

El estadio olímpico de Londres estaba lleno de gente emocionada que gritaba el nombre de la veloz estrella y que se deshacía en vítores cuando se dio el pistoletazo de salida a los finalistas. Frente a lo deseado por la mayoría de los seguidores de este deporte había dudas, ya que el corredor jamaicano no había hecho una de sus mejores temporadas y se sabía que no llegaba en su mejor momento. Ganó el estadounidense Justin Gutlin, y Bolt solo pudo alcanzar la medalla de bronce en una de sus últimas lides.

Lejos de enfadarse, hacer gestos de reprobación, o bien huir de las cámaras y de su público, Bolt se conformó con un puesto al que no suele estar acostumbrado y supo bajar del escalón más alto de la forma más elegante posible. Alzó las manos ante su público, comenzó a aplaudir a todos sus seguidores y, tras felicitar a los dos compañeros que entraron delante, dio uno de sus últimos paseíllos de gloria.

Cualquier otro se hubiese marchado lo antes posible y, sin embargo, allí estaba él, agradecido por todas las veces que sí ha sido el mejor y demostrando que, aunque es y siempre será un monstruo de la naturaleza, en el juego de la vida, a diferencia de lo que muchos creen, a veces se gana y a veces se pierde.

Thank you very much, Usain.