En muchos milenios se ha tratado a la mujer como de rango inferior al hombre. Ya en los libros considerados como sagrados se dice que Dios formó a la mujer de una costilla de Adán mientras este dormía. Asimismo, en este contexto, usando ya un lenguaje y un enfoque religioso, fue una mujer, Eva, la que introdujo el «pecado original» en la Humanidad, origen de todas las desgracias. Pero, ¿quién son los encargados de escribir la Historia? Pues los hombres... En España, durante siglos nuestro comportamiento relacionado con la mujer ha estado condicionado fuertemente por nuestra cultura religiosa. Dice un adagio que el hombre es espíritu y la mujer, vida. La Naturaleza los ha adaptado para sus ocupaciones requeridas. El hombre representa la fuerza y la sabiduría; la mujer, la dulzura, el amor y la paz, porque su función es más ennoblecida, imprescindible para la gestación y formación de hijos, de seres humanos. La nueva criatura dentro de su cuerpo va robando de sus huesos, de su sangre, de su humanidad: es morir en parte para dar vida. No hay amor más incondicional. Esa elevada tarea no es óbice para que pueda desarrollar exactamente los mismos trabajos que el hombre. El fruto de esta deformada visión en nuestra cultura religiosa con respecto a la mujer posiblemente haya originado una imagen poco humana de María, la Madre de Jesús. Y ella es una mujer completa. Para explicar el nacimiento de Jesús, quizás no había necesidad de acudir a esa extraña intervención del Espíritu Santo. Esa deshumanización de su figura nos aleja de nuestra querida Madre, no nos hace ningún favor.