Hablemos claro. En la lucha social, «los amarillos» ha sido el adjetivo infamante que ha marcado a fuego a los cobardes sumisos, que no se atreven a enfrentarse al patrono, traicionando al resto de los trabajadores. De ahí que me parezca acertadísimo, fruto de una perfecta inconsciente proyección freudiana, que se haya escogido ese color para representar a la cúpula separatista catalana. Bastaría recordar al Puigdemont que proclamó la independencia... Para suspenderla (caganer de miedo, la estatua suya que pasará a la historia) a los veinte segundos, provocando el cruel desengaño y desbandada de sus traicionados seguidores; o su tan rocambolesca como cobarde huida con algunos de sus secuaces, como hicieron otros faroleros después. No menos cobarde fue la entrega sumisa de otros cómplices suyos a una Justicia que cuya jurisdicción, de tener un mínimo de entereza, tendrían que haber ignorado, resistiéndose, al menos simbólicamente al ser después apresados; para no hablar de sus lamentables negaciones o excusas por su colaboración a una rebelión y separación, digamos, simbólica, blandita como ellos mismos. Los catalanes recordaremos a esos amarillos como los protagonistas de uno de los más vergonzosos momentos de nuestra historia.