La escena es emotiva y trágica a la vez. Adoum Hassane y su mujer, Bande, caminan bajo un sol de justicia hasta el lugar donde está enterrado su hijo de seis años, a pocos metros de la choza de troncos, paja y cañas que comparten con el resto de su familia en el asentamiento de desplazados de Manara, junto a la población de Daboua, en el Chad, muy cerca del lago del mismo nombre. Bande se detiene, se arrodilla sobre la arena que quema y rompe a llorar. “Mi hijo murió de la enfermedad del hambre”, dice Adoum, que acompaña a su mujer en el dolor. “Pasamos hambre, mucha hambre. Solo comemos una vez al día un poco de sorgo, hay días que ni eso”, añade mientras se remanga y muestra el antebrazo negro como el azabache y delgado como un palo.

El matrimonio Hassane, padres ahora de seis hijos, forma parte de los centenares de miles de personas que se han visto obligadas a huir de sus pueblos para escapar de Boko Haram, el grupo yihadista que desde hace ocho años siembra de terror y muerte una extensa región del centro de África, que incluye parte de Nigeria, Níger, Camerún y Chad. En el lago Chad, plagado de pequeñas islas, confluyen las fronteras de los cuatro países. La violencia de los extremistas ha acabado con la vida de al menos 25.000 personas. La larga guerra unida a décadas de un clima muy poco generoso ha desembocado en una crisis humanitaria de grandes dimensiones que afecta a más de 11 millones de personas, de las que 2,5 millones son desplazados internos, según datos de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA, en sus siglas en inglés).

Adoum y Bande llegaron con sus hijos a Manara hace un año, tras huir con lo puesto y presas del pánico de la localidad de Kaiga, situada en una de las islas del lago, hoy más encogido que nunca debido al cambio climático. Desde los años 70, la extensión de las aguas se ha reducido en un 90% -de 25.000 km2 a 2.500-, lo que ha supuesto una disminución drástica de recursos naturales para sus pobladores, dedicados principalmente a la pesca, la agricultura y la ganadería. Violencia y sequía, una combinación explosiva. Más de 7 millones de personas están al borde de la hambruna en la región.

ACOSO DEL EJÉRCITO

Gran parte de estos islotes están ahora en manos de Boko Haram. Ahí han hallado refugio ante el acoso del Ejército. “Los de Boko Haram entraron a las seis de la tarde en nuestra aldea y mataron a 18 personas, entre ellas a mi padre, a mi hermano y a dos de mis sobrinos”, explica Adoum compungido. Cada desplazado o refugiado del lago Chad esconde una historia de terror y tragedia. Fátima Mahamet, por ejemplo, una madre de familia de 40 años, explica con voz trémula cómo los yihadistas asesinaron a dos de sus cinco hijos. “Los degollaron”, dice con el terror aún grabado en su rostro. “Son unos criminales. Matan a nuestros padres, a nuestras madres y a nuestro hijos”. Haoua Ousmane, quien vive como Fátima en el asentamiento de Yarom, no lejos de Manara, recuerda la muerte violenta de una veintena de vecinos a manos de los extremistas. “Nos dejaron sin nada”, lamenta. Las dos mujeres se quejan de la falta de alimentos y la desnutrición que padecen sobre todo los más vulnerables, como los ancianos y los niños, desde que huyeron de sus casas. “Allí comíamos dos kilos de comida al día, ahora tan solo dos kilos cada tres”, apunta Haoua.

Los campos de Manara y Yarom están ubicados en parajes inhóspitos y desamparados, salpicados de chozas que dan cobijo a centenares de familias. Los desplazados llegaron en piraguas, a pie o, los más afortunados, a lomos de burros y tras pasar noches en la intemperie aterrorizados y sin nada que llevarse a la boca. Si aún sobreviven y mantienen cierta esperanza es gracias a la labor de las organizaciones humanitarias como Oxfam-Intermón, que desde hace más de un año trabaja en esta zona en condiciones muy difíciles. Entre otras labores de urgencia, la oenegé ha dotado Manara, Yarom y otros campos similares de agua potable, gracias a la construcción de pozos. “Sin agua no hay vida”, afirma el nigerino Yaou Chekaraou, máximo responsable de Oxfam-Intermón en la zona. Además de la ayuda externa que reciben, los habitantes de estos campamentos logran algo de dinero, muy poco, con la venta en los mercados de leña que a primera hora de la mañana van a buscar las mujeres y los niños a varios kilómetros de distancia.

A los desplazados y refugiados en territorio chadiano de la cuenca del lago Chad se les considera los olvidados entre los más olvidados, el furgón de cola de los que huyen de la guerra. Esta crisis se suele asociar a Nigeria -donde nació Boko Haram en el 2009- y a Níger, pero no al Chad. Por eso las organizaciones humanitarias se esfuerzan por dar a conocer y denunciar la situación de extrema emergencia que se vive en el lado chadiano, lleno de campos como los de Manara y Yarom. Hasta finales de agosto tan solo se había recibido el 26,3% de los 121 millones de dólares (103 millones de euros) previstos de ayuda este año para la región, según datos de la OCHA.

EN MEDIO DE LA NADA

Se estiman en más de 127.000 las personas que malviven en estos campos improvisados y levantados a lo largo de los caminos desérticos que conectan la ciudad de Bol, unos 300 kilómetros al norte de Yamena -la capital del Chad-con las localidades de Baga Sola, Liwa y Daboua. Acceder a estos lugares supone largas horas de trayecto en todoterrenos a través de llanuras arenosas con manchas de vegetación, fruto de la estación de lluvias que llega a su fin. Un paisaje de extraña belleza poblado por manadas de dromedarios, cabras, kouris (las vacas típicas del lago), pájaros exóticos y monos. Con frecuencia aparecen personas que caminan en medio de la nada, como perdidas, en medio del gran espacio vacío y bajo un calor sofocante.

En la localidad de Tataverome, vecina de Manara, Maigana Theteuma, máximo responsable de la aldea, descansa sentado sobre una estera enfundado en un elegante bubu blanco como la nieve y acompañado por un gran número de vecinos. Theteuma es un hombre esbelto, de manos y pies enormes y que oculta su mirada bajo unas gafas de sol de cristales bien negros como su piel. A diferencia de Manara, Tataverome no es un campo improvisado a toda prisa, sino una aldea bien organizada, con alguna que otra construcción de adobe y con un gran pozo de Oxfam-Intermón frente al que varias mujeres hacen cola para abastecerse de agua. “Aquí tenemos más desplazados y refugiados que vecinos propios del pueblo”, afirma satisfecho y orgulloso el jefe Maigana, que recuerda el drama y el “sufrimiento” de los huidos.

Uno de ellos es Ibrahim Saleh, un veterano pescador del lago que, como el matrimonio Hassane, tuvo que escapar de la localidad de Kaiga. “Salí sano y salvo con mis hijos, pero mis padres murieron”, explica. “En Kaiga iba a pescar todos los días con mi hijo y vivíamos muy bien. Había comercio y nos dedicábamos también a las agricultura, hasta que llegaron los de Boko Haram”. En el interior de su choza, Ibrahim guarda como oro en paño los artilugios de pesca a la espera de que la paz llegue a la cuenca del lago Chad y pueda regresar algún día a su casa, aunque su mirada, triste y llena de nostalgia, no invita al optimismo.

De momento, el régimen militar del Chad mantiene la prohibición de pescar en gran parte del lago y ha cerrado la ruta comercial con Nigeria, una manera de restar recursos a Boko Haram. Todo indica que la situación está lejos de mejorar, más bien todo lo contrario. El hambre y las enfermedades siguen al acecho. "No regresaremos a las islas. Es necesario que nos ayuden para tener comida", exclama con amargura Fátima Mahamet.