Cuando uno piensa en Suecia lo hace en la imagen de un país próspero, sin problemas, con estabilidad social y política, alejado de radicalismos. Sin embargo la realidad es distinta. De cumplirse los pronósticos de expertos y lo que auguran todos los sondeos demoscópicos el próximo domingo el país escandinavo verá como Demócratas Suecos (SD), un partido ultraderechista de raíces neonazis, da otro paso de gigante en las urnas y captura hasta el 20% de los votos para instalarse como segunda fuerza política del país.

Capitaneados por el carismático Jimmie Akesson, esta formación populista y antiinmigración ha explotado la creciente llegada de refugiados al país como chivo expiatorio de otros problemas. En los últimos seis años hasta 400.000 personas han solicitado el asilo en Suecia, lo que supone el mayor número per capita de la Unión Europea. Aunque los datos oficiales no muestran una correlación significativa, vincular esa realidad al repunte de la criminalidad entre bandas vivida en los suburbios les ha servido para popularizar la imagen negativa de los refugiados musulmanes. Aunque las muertes violentas han caído desde los 90 sí han aumentado los tiroteos. La mediatización de casos polémicos como el atentado perpetrado en abril del año pasado por un fundamentalista islámico ha sido el motor de sus opciones electorales.

Para los votantes de SD la inmigración es la causa madre de todos los problemas del país. Así, aunque el desempleo se encuentra en su nivel más bajo de la última década y que se espera que la tasa de crecimiento económico para este 2018 sea del 3%, el argumento de que los inmigrantes debilitan el Estado del bienestar sueco ha calado en el electorado nórdico. Así, SD ha pasado del 5,7% obtenido en el 2010 al 12,9% en el 2014 que ahora apunta a casi el 20%. A diferencia de sus vecinos nórdicos, en Suecia la ultraderecha se había encontrado hasta hace poco con una unánime oposición política. Católicos y poscomunistas habían logrado ponerse de acuerdo para crear un cordón sanitario que evitase el pacto con una fuerza islamófoba y ultranacionalista que en países como Dinamarca, Finlandia o Noruega ya se ha aceptado. Esta estrategia no cuajó, pues los partidos mayoritarios optaron por adoptar sus postulados antiinmigración para evitar la pérdida de votos hacia SD mientras el partido ganaba popularidad mediática. El éxito de ese mensaje, que ha calado fuerte en la clase obrera y en la intelectualidad sueca, ha forzado al establishment político sueco a virar hacia posiciones más restrictivas.

Así, Suecia ha pasado en tan solo tres años de tener la política de asilo más generosa de la UE a dar por sentado el cierre de fronteras y la creación de todo tipo de dificultades burocráticas para entorpecer los derechos de los refugiados como reducir sus ayudas o agilizar la repatriación de los denegados. En el 2017 la coalición de gobierno saliente entre socialdemócratas y verdes redujo la llegada de refugiados a tan solo 26.000. «Hemos influido en el debate y en la evolución de la sociedad», celebraba Akesson la semana pasada. Aunque los socialdemócratas volverán a ganar las elecciones, como han hecho ininterrumpidamente desde 1917, y una coalición de centro-izquierda es la que suma a priori más apoyos, el 25% del voto pronosticado, supondrá su peor resultado histórico, señal de que el populismo antiinmigración les está comiendo el terreno. Ahora el auge de SD y el deterioro de los dos principales bloques políticos forzará a los principales partidos a negociar con la ultraderecha para poder aprobar ciertas medidas en el Parlamento sueco.