Donald Trump compareció el martes ante las dos cámaras del Congreso de Estados Unidos como el político tradicional que siempre se ha negado a ser, pero acabó desplegando las artes del vendedor de teletienda que distorsiona la realidad para embolsarse la comisión. Fue esencialmente fiel a sí mismo. En su primer discurso del estado de la Unión, el presidente proclamó “un nuevo momento estadounidense” y dio por reactivado el sueño americano. Pero el suyo es un sueño distinto al que el país ha querido vender en su historia reciente. Al país de acogida le puso un muro en la frontera de México. Al de la clase media, bajadas de impuestos para los ricos. Al del libre comercio, tarifas aduaneras. Al de las libertades civiles, un Guantánamo sin fecha de caducidad. Su partido le aplaudió a rabiar. Trump está cambiando el ADN de la América conservadora.

En las formas, fue un discurso nuevo, impregnado de optimismo, sin insultos a sus rivales políticos, ataques a la prensa ni el tremendismo con el que interpretó la realidad legada por su predecesor en su discurso de investidura. Lo que hace solo un año era “una carnicería” es ahora un proyecto en ciernes de país “seguro, fuerte y orgulloso” tras un ejercicio de “éxitos extraordinarios”. En gran medida, Trump lo justificó echando mano de la economía, que está dando resultados mucho mejores de lo que sus detractores auguraron. Pero ni siquiera cuando la realidad le sonríe es capaz de transmitirla fielmente. La exagera o la falsea.

Rebaja fiscal

Como cuando dijo que en su primer año de mandato se crearon 2,4 millones de empleos. En realidad, fueron 1,8 millones, la cifra más baja desde el 2010, según el Departamento de Trabajo. O cuando dijo que su “masiva rebaja fiscal proporciona un tremendo alivio a las clases medias y las pequeñas empresas”. Lo cierto, según la consultora Moody’s, es que dos tercios de la rebaja irán para los contribuyentes que ingresan más de 200.000 dólares al año, menos del 5% de la población.

Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas Expediente Bagdad (junto a Eugenio García Gascón) y Parte de la Felicidad que Traes.

Estados Unidos ha sacado siempre pecho de su condición de país de inmigrantes y tierra de oportunidades en constante renovación con la llegada de sangre nueva. Trump dedicó buena parte de su discurso a vender su pretendida reforma migratoria, que abriría la puerta a la regularización de casi 2 millones de indocumentados a cambio de sellar la frontera de México y restringir la reagrupación familiar de los inmigrantes legales. Era una buena oportunidad para hablar de ese pasado virtuoso, pero no hizo más que volver a criminalizar a los inmigrantes.

Equiparó las “fronteras abiertas” con la llegada de drogas y bandas criminales. “Todavía más trágico, es que han causado la pérdida de muchas vidas inocentes”. Y en un guiño a la ultraderecha racista con la que coquetea constantemente, quiso robarles la identidad a los ‘dreamers’, los inmigrantes que llegaron al país siendo unos niños, diciendo que “los estadounidenses también son soñadores”. “Gracias, presidente Trump”, le agradeció en las redes sociales el exlíder del Ku Klux Klan David Duke.

Ni palabra del cambio climático

No hubo ninguna mención al cambio climático, desaparecido de la jerga oficial después de que Barack Obama hubiera hecho de su combate uno de los emblemas de la nueva identidad estadounidense. Tampoco a la responsabilidad fiscal. Y se felicitó de haber acabado con “décadas de injustos acuerdos comerciales”. Los mismos republicanos que eran hace dos telediarios los guardianes del libre comercio y la lucha contra el déficit atronaron con sus aplausos.

Por más que su lenguaje siga siendo populista, Trump se ha alineado estrechamente con los intereses económicos de la gran industria, un posicionamiento que quedó patente cuando culpó de la epidemia de opioides al último mono de la cadena. “Tenemos que ponernos mucho más duros con los traficantes y los camellos para acabar con esta plaga”. Lo cierto es que fueron las farmacéuticas, con el apoyo de determinados médicos, las que pusieron en marcha la epidemia. Ayer mismo se supo que sus distribuidoras enviaron 20 millones de analgésicos opioides a un pueblo de 3.000 habitantes de Virginia Occidental. Para ellas no hubo una sola palabra.

América, o algo parecido

En política exterior, Trump azuzó el miedo al terrorismo y amagó con una guerra contra Corea del Norte. “La experiencia pasada nos enseña que la complacencia y las concesiones solo invitan a la agresión y la provocación. No repetiré los mismos errores”, dijo refiriéndose a Pionyang. Como quieren los republicanos, se conjuró para mantener la prisión de Guantánamo abierta hasta el fin de los tiempos. Señaló a China y Rusia como “rivales” que desafían los valores estadounidenses y amenazó con castigar económicamente a los países que votan contra las posiciones estadounidenses en los foros internacionales.

Todo eso lo mezcló con algunos gestos de mano tendida a sus rivales demócratas y palabras para cerrar la fractura social que su presidencia ha ensanchado. No parece que lo consiguiera. “Trump azuzó el fuego de la división en lugar de acercarnos”, dijo el líder de los demócratas en el Congreso, Chuck Schumer. Para los medios progresistas fue más de lo mismo. Para muchos conservadores, la confirmación de que su América, o algo parecido, ha vuelto.