Hace casi tres años ya del estallido de la mayor crisis migratoria desde la segunda guerra mundial, pero el rescate del Aquarius, con 629 inmigrantes a bordo, ha puesto de manifiesto que las viejas tensiones no han desaparecido y que si hay un problema político irresuelto en Europa, con potencial para hacer estallar sus hilvanadas costuras y desestabilizar políticamente a los estados miembros, ese es el control de la inmigración y la política de asilo. Los líderes europeos se habían marcado el próximo Consejo Europeo de finales de junio como fecha tope para cerrar un acuerdo sobre la reforma del sistema común de asilo. Es decir, del llamado reglamento de Dublín III, que obliga a tramitar las solicitudes en el primer país de entrada y que hace que la presión recaiga exclusivamente en los países que están en primera línea en el Mediterráneo.

La propuesta de compromiso, de la presidencia búlgara de la UE, plantea que el primer país de entrada sea el responsable de tramitar la solicitud durante un período de ocho años, e incluye un mecanismo de reparto obligatorio cuando la presión migratoria se dispare. El plan no ha aunado posturas y la división persiste entre quienes se niegan a ser solidarios y reclaman un blindaje de las fronteras, como los países del grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia), y quienes consideran que cuotas automáticas y obligatorias son la respuesta a la carga que supone para Italia, Grecia. España o Malta estar en primera línea.

POCO OPTIMISMO / Este atolladero político obligará a los jefes de Estado y Gobierno europeos a pronunciarse de nuevo en la cumbre del 28 y 29 de junio. Pocos en Bruselas, sin embargo, son optimistas. «¿Llegar a un consenso? Lo dudo», apunta un alto funcionario del Consejo. La incorporación de partidos ultraderechistas a algunos gobiernos europeos ha puesto las cosas todavía más cuesta arriba. Viktor Orban (Hungría), Jaroslaw Kazynski (Polonia) o Peter Pellegrini (Eslovaquia), los más reacios hasta ahora a las cuotas porque supone una cesión inaceptable de soberanía, ya no están solos en su carrera por imponer una visión dura y restrictiva de la política migratoria.

La llegada al gobierno de Italia de la Liga, con un ministro del Interior, Matteo Salvini, que no ha tardado ni una semana en anunciar el cierre a cal y canto de sus puertos a los barcos de las oenegés, augura que la búsqueda de una solución equilibrada será más complicada.

El primer ministro austriaco, Sebastian Kurz, que gobierna con la ultraderecha del FPÖ en Austria y asumirá la presidencia semestral de la UE el 1 de julio, ya ha anunciado mano dura y su voluntad de crear un eje de países contra la inmigración ilegal. Y el ministro alemán de Interior, Horst Seehofer, ya ha dejado claro que está en plena sintonía con la música que llega desde Austria.

«Hay un clima político más duro», admitía hace unos días la ministra de Inmigración sueca, Helene Fritzon, sobre la nueva visión que empieza a abrirse paso. Las críticas del presidente francés, Emmanuel Macron, a Italia, calificando la actuación del Gobierno de Giusseppe Conte de «cínica e irresponsable», tampoco han ayudado y aunque la crisis diplomática entre ambos gobiernos se ha contenido, los ánimos están muy caldeados.

RIESGO DE PÉRDIDA DE VALORES / La decisión de Pedro Sánchez de acoger en España al Aquarius ha dado oxígeno a quienes defienden un cambio de rumbo en la política migratoria pero no está claro que vaya a ser suficiente para frenar el repliegue y la Europa fortaleza. «Corremos el riesgo de perder nuestros valores y la humanidad que nos caracteriza. No podemos cerrar los ojos», urgía esta semana el vicepresidente del Ejecutivo comunitario, Frans Timmermans.

El problema es que los números hablan por sí solos y pocos países están en disposición de dar lecciones de solidaridad a Italia. De los 160.000 refugiados que los gobiernos europeos prometieron reubicar desde Grecia e Italia se han traslado solamente un total de 34.691 (22%).