«¡Contratadme! —grita, dentro del recinto de la basílica de Santa Sofía, en Estambul, un hombre— ¡Soy guía turístico! ¡Conmigo aprenderán muchísimo, señores! ¡Llevo años trabajando aquí! ¡Escúcheme, usted no sabe lo que se pierde!». El hombre, casi desesperado, gira, da vueltas y coge a turistas por el brazo; y nadie le hace mucho caso. El problema, se ve en la cara de disgusto de este guía, es que ahora hay bastantes turistas, pero antes había muchos más. El turismo, en Estambul, ha pasado a no ser un muy buen negocio.

Todo es cuestión de números: en verano de 2015, en Turquía, llegaron más de 5,5 millones de turistas, en su mayoría venidos de Alemania y otros países de la UE. En 2016, en cambio, los extranjeros que viajaron a Turquía de vacaciones fueron 3,5 millones. Entre este periodo de tiempo, de solo un año, ha habido varios atentados yihadistas en Ankara y Estambul, un golpe de estado y un periodo de alta tensión política entre los gobieranos turco y ruso.

En 2017, sin embargo, según las estadísticas, los números se alzarán un poco —sobretodo gracias a las buenas relaciones entre los presidentes Erdogan y Putin—, pero el negocio, parece, va a tardar en recuperarse.

«Diría que, en total, hay la mitad de los turistas que había hace un par de años. Entonces, las colas para entrar a los sitios turísticos eran larguísimas. Ahora casi no hace falta esperar», dice Mikel, un joven albanés que estudia bachillerato en Estambul y que trabaja de voluntario —obligado por su escuela— ayudando a turistas desorientados. «Se nota muchísimo la diferencia: antes escuchaba mucho inglés, alemán y español. Ahora casi no se oye nada más que árabe y ruso», dice el joven, que achaca todo este cambio al miedo de los occidentales.

Mikel explica que unos australianos que le fueron a pedir ayuda le dijeron que habían venido a Turquía aunque tuviesen un poco de miedo de lo que les pudiese pasar: «Me dijeron que el Gobierno australiano les había aconsejado no venir a aquí».

Y no es el único: hace unas semanas, el ministro de Exteriores de Alemania, Sigmar Gabriel, dijo, en rueda de prensa, que Turquía no es un país seguro para hacer turismo y recomendó a sus ciudadanos no pasar sus vacaciones allí. «Los ciudadanos alemanes ya no están a salvo de detenciones arbitrarias en Turquía», consideró Gabriel, en unas palabras que molestaron profundamente a Ankara y que provocaron la ira del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.

Equipo suplente

El turismo europeo, antes el mayoritario, es hoy sustituido por otro. Rusos y gente del golfo Pérsico representan el mayor grueso de los visitantes. «Creo que es evidente que en 2017 viajar a cualquier sitio es peligroso. En Londres, Estados Unidos, Niza… En cualquier lugar puede haber un ataque, así que, cuando pensamos en venir aquí, no tuvimos muy en cuenta la posibilidad de que haya un ataque yihadista», dicen Migh y Sita, una pareja de turistas saudís que llevan cinco días en Estambul y que se marcharán, en unas horas, a Bodrum, en la costa del mar Egeo.

«Vemos mucha policía por todos lados, y eso nos hace sentir seguros. Se ve que al Gobierno turco le importa la seguridad de los turistas», agradece la pareja, que acepta que tanta policía patrullando bien armada puede significar que el riesgo de atentado sigue siendo alto. «Pero como en todos sitios. Mañana puede pasar algo en Arabia Saudí, en Turquía, en Francia o en Inglaterra. Sin embargo, nosotros confiamos en Dios, y creemos que con esto es suficiente para que no nos pase nada. Por eso hacemos vida normal», explica Migh, que se excusa: «Perdona, pero vamos a seguir paseando, que no nos quedan muchas horas en la ciudad y nos faltan cosas por ver».

Mientras tanto, Mikel, el joven albanés sigue paseando y aconsejando a los turistas desorientados. Pero tampoco es que tenga demasiado trabajo: de entre los casi 40 voluntarios repartidos por la plaza que separa la mezquita Azul y Santa Sofía, en el barrio de Sultanahmet, es el único que habla español. Eso, antes, era una gran virtud; ahora, un gran problema.

«Los voluntarios que hablan ruso y árabe tienen mucho trabajo y se pasan todo el día moviéndose y hablando con gente. Pero yo me la paso de pie, solo —dice Mikel—. Ya casi no queda nadie que hable español. La verdad es que me aburro bastante».