Rebekah Brooks era «la reina de los tabloides». La ejecutiva de Murdoch hasta esta semana había subido uno a uno los peldaños del oficio. Conocía todos los trucos y los había practicado para abrirse camino cuando era nadie. Rebekah, la principiante, se disfrazó de señora de la limpieza y pasó dos horas, fregona en mano, oculta en un cuarto de baño del Sunday Times. Así arrebató al dominical una exclusiva, que al día siguiente publicó News of The World. En otra ocasión, Brooks trufó de cámaras y micrófonos los armarios, alfombras y jarrones de la suite en la que se disponía a entrevistar a James Hewitt, el amante de Diana de Gales. Sus esfuerzos fueron recompensados por el gran Rupert Murdoch. Los británicos, que ahora se rasgan las vestiduras, se han acostumbrado a disfrutar de las revelaciones de una prensa que sigue vendiendo, a pesar de la crisis, millones de ejemplares cada día. Periódicos con poco texto, mucha foto y portadas morbosas, como la del honorable diputado conservador fotografiado fumando marihuana en la cama con un par de prostitutas. O el príncipe de Gales durante una turbadora conversación telefónica con su amante. O la estrella del fútbol haciéndoselo con su cuñada. O la más famosa supermodelo esnifando cocaína. «Realmente no hay límites en los métodos que emplean», afirma Edward Yell, de Carter-Ruck, un bufete londinense líder en litigios sobre difamación, al que han recurrido incontables celebridades y publicaciones.