Los sueños de algo menos de 700.000 inmigrantes indocumentados han paralizado la política estadounidense. Es la gran proeza de los ‘dreamers’, un pequeño ejército de jóvenes que llegaron al país siendo unos niños para acabar convertidos en una fuerza política de primer orden, como en su día lo fue el movimiento de los derechos civiles. Con manifestaciones y sentadas, con bancos de llamadas y eventos de recaudación de fondos han tejido suficientes alianzas para que su causa se haya convertido en uno de los temas centrales de la batalla política en Washington. Hace solo unas semanas, la incapacidad del Congreso para solucionar su futuro forzó un cierre parcial del Gobierno. Nada desdeñable para un colectivo que vivió durante mucho tiempo agazapado en las sombras, donde más frío hace.

Adela Hernández ya no tiene miedo, ni siquiera a que el presidente Donald Trump la acabe deportando. Acude a la entrevista con una camiseta con el eslogan "indocumentada y sin miedo” impreso sobre la bandera de las barras y estrellas. Carmín bermellón en los labios y piercing en la nariz, raciona las palabras y habla mejor en inglés que en español. Nació en un pequeño pueblo mexicano de pescadores, no muy lejos de Acapulco, pero cruzó la frontera con sus padres cuando tenía solo 18 meses para acabar instalándose en Georgia. “Nunca me sentí diferente hasta que quise matricularme en la universidad y sacarme el carné de conducir. Fue entonces cuando comprendí lo que significa ser inmigrante. No puedes trabajar legalmente ni conducir ni estudiar en las mismas condiciones”, dice a sus 22 años en las escaleras del memorial Lincoln en Washington.

Estados Unidos no ha aprobado una reforma inmigratoria desde la presidencia de Ronald Reagan. Doce millones de sin papeles pululan por las rendijas de su economía, susceptibles de ser deportados en cualquier momento. Pero no ha sido por falta de intentos. En 2001 se presentó en el Congreso el Dream Act, un proyecto de ley para regularizar a los inmigrantes que llegaron al país cuando tenían menos de 16 años. De ahí el nombre de los ‘dreamers’. Les exigía como condición estar matriculados en el instituto o la universidad y no tener antecedentes penales. Los atentados del 11 de septiembre del 2001 sepultaron aquella ley bipartidista, pero con el tiempo volvió a resurgir en varias ocasiones. Con Barack Obama como presidente, se quedó a solo cinco votos de ser aprobada en 2010.

Premio de consolación

Dos años después de aquel tropiezo tuvieron su premio de consolación. Obama aprobó el DACA, un decreto para protegerles de la deportación y concederles permisos temporales de trabajo. Hernández se acogió al programa. Trabajó de cocinera en el aeropuerto y en fábricas textiles y finalmente consiguió una beca para estudiar Derecho penal en Washington. Era la primera vez que salía de Georgia. Al enterarse de la noticia, su madre lloró de alegría. “DACA me hizo sentirme libre y me permitió cumplir con mi sueño de estudiar. Soy la primera persona de mi familia en ir a la universidad”.

Casi 700.000 inmigrantes se acogieron a la llamada ley de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia de los cerca de dos millones que técnicamente cumplían con los requisitos. En total, más de 100 nacionalidades, aunque el 80% nacieron en México (la lista incluye a 110 españoles). De media, llegaron al país con seis años; tienen empleos más cualificados y mejor pagados que el resto de inmigrantes indocumentados; y viven sobre todo en California y Tejas. Pero su futuro está en el aire porque Donald Trump canceló el DACA en septiembre tras definirlo como un abuso de poder inconstitucional. Dio seis meses al Congreso para aprobar una ley que lo reemplazara. La ley no llega, pero un juez ha mantenido temporalmente la vigencia del programa.

Los niños del DACA son parte de un movimiento más grande, sin liderazgo centralizado y con multitud de aliados que ha logrado ganarse el corazón de los estadounidenses. Más del 80% de la población es partidaria de conceder a los 'dreamers' la residencia permanente. Uno de los frutos del atrevimiento que demostraron al contar sus historias. “Todos ellos tenían muy poco que perder, sentían que no existían y unirse al movimiento les permitió recapturar su humanidad y demostrar que no son criminales”, dice Laura Wides-Muñoz, autora de ‘The Making of a Dream”, un libro que repasa los casi 20 años de lucha de los ‘dreamers’.

Padrinos de la causa

Los demócratas y distintos grupos empresariales han apadrinado su causa, pero también otros movimientos sociales como el feminista, LGBT o el Black Lives Matter. “No solo se han concentrado en convencer a la clase política en Washington, también han trabajado en el ámbito cultural para cambiar las opiniones de la gente influyente en Hollywood”, añade Wides-Muñoz. A su favor han tenido también los cambios demográficos. EEUU ya no es un reducto blanco y WASP, sino un país mestizo. La población inmigrante está hoy en los niveles más altos desde 1920 y más del 25% de los estadounidenses tiene al menos un padre que nació fuera del país.

En principio lo tienen todo a su favor, pero se han topado con una Administración que ha hecho bandera contra la inmigración y un presidente que no deja de criminalizar a los simpapeles. Respecto a los ‘dreamers’, Trump cambia de opinión día sí y día también, aunque solo parece dispuesto a darles una salida si los demócratas financian su muro con México y aceptan restringir la inmigración legal.

Mientras el fango político no se desatasca, al ejército de soñadores no les queda otra que seguir luchando. “Estados Unidos es mi hogar, es lo único que conozco, donde crecí y aprendí su historia. Si me deportan, me marcharé, pero yo me siento parte de este país por más que el presidente insista en negarlo”, dice Adela Hernández.