Ha sido la victoria demoledora que se esperaba. Vladímir Putin, al frente de Rusia desde el arranque del presente siglo, seguirá en el poder hasta el 2024, tras alcanzar el 75% de los votos (con el 50% escrutado) en las elecciones presidenciales celebradas este domingo. Un triunfo incontestable acompañado de una participación elevada, claramente superior a la del 2012, pese al llamamiento al boicot del líder opositor liberal Alexei Navalni.

Cuando acabe el mandato recién renovado, el líder del Kremlin habrá llevado las riendas del país, como presidente o como primer ministro, 24 años. Será el segundo líder más longevo tras la abolición de la dinastía zarista. Solo Stalin, en el poder durante tres décadas, le habrá superado en permanencia en el poder.

El hombre que seguirá presidiendo Rusia durante los próximos seis años es uno de los políticos contemporáneos más estudiados por historiadores y psicólogos, que coinciden en afirmar que su pasado, tanto lejano como reciente, ha ejercido y ejerce una gran influencia en él, ya sea a la hora de gobernar el país o en la gestión de las relaciones exteriores. Dicen los biógrafos del jefe del Estado ruso que su belicosidad se desarrolló durante su infancia en el Leningrado de la posguerra; que su etapa como espía del KGB en Alemania Oriental le suscitó una gran aversión hacia las revoluciones; y que su llegada al poder vino precedida de una cadena de atentados que aún hoy, dos décadas después, sugieren dudas e interrogantes.

La infancia de Putin no fue fácil. Leningrado, hoy San Petersburgo, era en los años 50 una ciudad poco inclinada a la piedad, tras haber sufrido el asedio de las tropas nazis durante la contienda mundial, en el que murieron de hambre un millón de vecinos. Vladímir Vladimírovich Putin, un niño delgado y de baja estatura, vivía una existencia de privaciones junto a sus padres en una kommunalka, un piso que compartía con otras familias y carente de privacidad.

Volodya, diminutivo de Vladímir, luchaba por integrarse en las pandillas callejeras locales, superando con nervio y agresividad sus limitaciones físicas, y entrenándose en judo para hacerse respetar. Raisa Polunina, exvicedirectora de la escuela de secundaria donde estudió, recuerda, en una conversación con este periódico en el 2000, un significativo episodio. «Un día, un chico mayor le faltó al respeto; y el delgadito Putin, que practicaba la lucha cuerpo a cuerpo, lo cogió por la solapa y lo levantó», explicó Polunina entonces. Todo ello llevó a la maestra a revelar, casi de forma visionaria, el que ha sido uno de sus principales rasgos de carácter de su exalumno: «Putin nunca perdonará».

Tras licenciarse en Derecho por la Universidad Estatal de Leningrado, ingresó en el KGB, organización que le destinó en la difunta Alemania Oriental. Muchos biógrafos sostienen que Rusia y su presidente serían hoy en día muy diferentes de haberse quedado Putin en su país natal.

La llegada de Putin al poder vino precedida de una serie de atentados en Moscú y otras ciudades en otoño de 1999, en los que murieron casi 300 personas. El presidente ocupaba entonces el cargo de primer ministro, y pugnaba por la jefatura del Estado con el influyente Yevgueni Primakov en las presidenciales que iban a celebrarse meses después.

La versión oficial sostiene que los autores de las explosiones fueron rebeldes chechenos. Desde medios liberales, en cambio, se acusa al FSB, exKGB, en un intento de allanar el camino al Kremlin de Putin, quien había sido su director hasta tan solo meses antes. Lo cierto es que el terrorismo le sirvió de justificación para lanzar la segunda guerra chechena, granjeándose una imagen de firmeza ante el electorado que le elegiría después.

Las tentativas de investigación de aquellos hechos no han fructificado. Algunos miembros de la comisión parlamentaria designada murieron, y otros, como el abogado Mijaíl Trepashkin, fueron condenados por revelar «secretos de Estado».